Las recientes revelaciones de las conversaciones sostenidas entre la actual ministra de la Corte Suprema Ángela Vivanco y el abogado Luis Hermosilla poseen una gravedad difícil de exagerar.
Y es que ellas (y otros incidentes en que han participado otros integrantes de la Corte) muestran de manera flagrante que el problema que hoy aqueja a la Corte no es solo relativo a los nombramientos. El problema es obviamente más grave: es relativo a la forma en que algunos ministros parecen concebir la función que se les ha confiado.
La tarea de decir el Derecho (interpretar las reglas, discernir el sentido que poseen) es de las más delicadas en una sociedad. Las reglas que integran el Derecho vigente quieren ser una garantía de que no sean la subjetividad o los intereses contingentes de quienes manejan el Estado o integran el sistema de justicia los que tengan la última palabra a la hora de dirimir los conflictos.
Los ciudadanos confían en que las controversias sean decididas en base a razones conocidas ex ante y con imparcialidad; es decir, adoptando los jueces un punto de vista que prescinda de sus lealtades personales y de sus propios intereses. Ese es el principio básico del Estado de Derecho. El problema es, entonces, cómo asegurar que ello ocurra. Como las reglas no tienen una contrapartida fáctica que permita controlar la interpretación (en otras palabras, no hay hechos brutos que nos permitan saber si la interpretación concuerda o no con la norma), el único camino posible es asegurar una mínima comunidad de interpretación que permita controlar las inferencias o lecturas que se hacen de las reglas.
Pues bien. Asegurar la existencia de esa comunidad interpretativa imparcial, a cuya luz se pueda discernir el significado de las reglas y dirimir los conflictos, es la tarea en especial de un tribunal de casación como es la Corte Suprema. Y esta tarea no es solo técnica, no solo requiere conocer la literatura dogmática y comprenderla, sino que se trata ante todo de un compromiso ético que los integrantes de la Corte Suprema adquieren ante el conjunto de la ciudadanía.
Y lo que está saliendo a la luz en esas conversaciones —sería irresponsable a estas alturas ocultarlo— es que hay integrantes de la Corte que no han estado a la altura de ese compromiso y parecen concebir la tarea que se les ha confiado como un quehacer privado, no muy distinto al de un litigante o un asesor, que instruye, hace sugerencias y transmite información a un litigante, alterando así de manera radical la igualdad de armas entre los litigantes que los jueces deben cuidar y traicionando, al mismo tiempo, el compromiso ético que es la base —hay que insistir— del funcionamiento del Derecho.
Las instituciones están siempre en medio de una paradoja que se ha subrayado una y mil veces. Ellas tienen la función de domeñar y reprimir la subjetividad de las personas, controlando así la contingencia de la vida social y disminuyendo la sombra del futuro; pero, para hacerlo, requieren —y esta es la paradoja— de que quienes las integran sean personas virtuosas en el sentido clásico de la expresión; es decir, personas que han adquirido un cierto hábito en el obrar, la disposición de decidir de acuerdo con las razones que subyacen en las reglas y en conformidad con los criterios de una cierta comunidad interpretativa. Así, las instituciones domeñan la subjetividad; pero para hacerlo, siempre requerirán que quienes las administran sean conscientes del compromiso ético que poseen y hayan adquirido la virtud que eso requiere.
Así las cosas, la Corte Suprema tiene hoy el deber de recordar entre sus miembros ese básico deber ético y ella misma, como institución, debe cuidar que se cumpla el pacto ético de manejo del Derecho que la legitima.
Y la comunidad legal —el Colegio de Abogados, las facultades de Derecho, los estudios jurídicos— tiene, por su parte, la obligación cívica de hacerlo valer.
Por eso, por estos días la Corte Suprema está en un momento particularmente delicado, puesto que la ciudadanía —y no solo la comunidad legal— espera de ella que revalide ese pacto ético, y la manera de hacerlo ya no podrá ser simplemente declarar su adhesión a él, o esperar que el Legislativo se haga cargo, sino ponerlo en práctica ella misma reprochando y sancionando con rigor aquellos casos en que algunos de sus miembros, como parece haber ocurrido, lo haya abandonado.
Carlos Peña
Vicepresidente de la Fundación CIPER