Hace dos años, un 4 de septiembre, el pueblo de Chile —a mi juicio, casi siempre más sabio que los intelectuales y políticos “poderosos”— rechazó el proyecto constitucional que proponía la Convención. Esto reordenó la política chilena en un eje claro, entre los partidarios de la democracia liberal representativa y otros que favorecían un sistema más afín con las llamadas democracias autoritarias. En esencia, aquel día elegimos continuar con un sistema dotado de mecanismos para impedir el autoritarismo y los abusos de poder de quienes nos gobiernan: la separación y equilibrio de poderes; un régimen judicial autónomo y políticamente independiente, que garantice el imperio del derecho, la igualdad ante la ley y el debido proceso; derechos personales constitucionalmente garantizados, sobre todo la libertad de pensamiento, expresión y religión; la libertad de enseñanza, y el derecho de cada persona a perseguir su propio proyecto de vida, incluida la libertad de participar en la actividad económica sin monopolios estatales que la cohíban o la distorsionen.
Por otra parte, evitamos la refundación del país y el reemplazo de Chile como nación unitaria por la plurinacionalidad, la cual cobija múltiples naciones indígenas autónomas, con altos grados de autonomía territorial, financiera y política, y una serie de privilegios exclusivos, con sistemas jurídicos distintos, basados en “sus usos y costumbres” y al margen de la igualdad ante la ley.
Preciso es recordar que la plurinacionalidad es un concepto político tributario del pensamiento de Marx y su ideólogo principal es García Linera, el boliviano inspirador de nuestro Presidente. García opina que, como el proletariado ya no constituye una base sólida para la revolución socialista, porque ha perdido conciencia de clase, corresponde a la población indígena ser la “base social de vanguardia”, para “liquidar el Estado nación soberano” y “romper con el neoliberalismo”, usando “la fuerza motriz” del indigenismo.
El resultado del plebiscito evitó, hace dos años, la sujeción del Poder Judicial a un Consejo de la Justicia con predominio político, y evitó que la mayoría que detentara el Poder Legislativo pudiera ejercerlo en forma iliberal, sin equilibrios y contrapesos, con una cámara única, sin Senado, y con pocos límites a su poder.
Es más, de aprobarse aquel texto nos habrían privado de los instrumentos mínimos para enfrentar la violencia, sin la posibilidad de invocar el estado de emergencia o la Ley de Seguridad del Estado.
Finalmente, la crítica situación económica que atraviesa el país se habría exacerbado mucho más aún, por las normas incluidas en ese texto respecto de la ley laboral, el comercio internacional y el derecho de propiedad, aguas y concesiones mineras, afectando aún más la inversión y el crecimiento económico.
Una breve mirada histórica a los tiempos anteriores a la democracia (esa “flor que crece en un terreno muy rocoso”, Robert Frost), o más fácil aún, si contemplamos la situación en países como Venezuela, podremos ver cuán oscuro es el panorama cuando los derechos individuales, que solo la democracia garantiza, dejan de regir. Ello, porque entonces el poder se concentra en manos de un soberano con autoridad suprema que impone sus políticas y leyes por sobre la ley, sin el consentimiento de sus súbditos, y puede perpetuarse en el poder. Allí, las personas carecen del derecho a pensar y expresar sus opiniones con libertad, ni pueden, como en Nicaragua, profesar su religión; no hay posibilidad de diversidad ni pluralismo y, como no hay contrapesos, se crea el terreno fértil para la corrupción. Las personas no pueden expresar aquello que es más propio de su identidad ni formular sus propios proyectos de vida sin temor a la opresión. En suma, pierden aquello que es más central a su dignidad.