Es ingenuo creer que las ideas, los datos, la opinión pública, la ciencia y, en suma, cualquier manifestación humana son impermeables a las estructuras de poder. El poder —ya sea político o económico— es seductor, y puede amenazar tanto como ofrecer. No por nada debemos llenarnos de reglas que atajen sus tentáculos. Pero de ahí a creer que toda idea, todo dato, toda opinión pública, toda ciencia y, en suma, toda manifestación humana no es más que el reflejo de una estructura de poder hay un salto que equivale a negar la racionalidad y la libertad humana.
El método científico no es infalible, pero al menos se esfuerza en definir qué hechos o datos podrían mostrar la falsedad de una hipótesis. En cambio, las teorías conspirativas, que en todo ven nada más que poder, son infalsificables: cualquier nueva evidencia en contrario se convierte en una comprobación más del alcance de la conspiración.
Me pregunto, ¿existirá algún tipo de evidencia capaz de convencer a los obstinados de que en Venezuela no hay libertad de expresión? Ya ignoran los índices, los medios cerrados, las organizaciones internacionales y lo que informan los medios; todos supuestamente manipulados. ¿Existirá algún tipo de evidencia capaz de convencer a los que aún creen que detrás de una derrota electoral abrumadora, como la de hace dos años, hay más que “intereses que se sintieron amenazados”? Ignoran la preferencia de una mayoría contundente en una elección libre; una masa enajenada, supuestamente incapaz de tener opiniones o de elegir algo sobre algo (el “material humano del período capitalista”, lo llamó un anarquista soviético).
Todos —analistas, organizaciones, periodistas y votantes— serían nada más que títeres de una élite oculta que nos dirige, los “servidores asalariados de la burguesía”, a los que Marx despreciaba. Tal alcance ha tenido esta idea que, con un giro creativo, extremistas de la derecha acusan que las vacunas son para implantarnos un chip o que todo el progresismo de EE.UU. participa secretamente de una red de tráfico sexual infantil.
En su último libro, Francis Fukuyama argumenta que “si bien las sociedades liberales están de acuerdo en discrepar sobre los fines últimos de la vida, no pueden sobrevivir si no son capaces de establecer una jerarquía de la verdad de los hechos”. La mente humana y el diseño institucional no aseguran alcanzar la verdad (judicial, científica, informativa), pero si no podemos apostar siquiera a que propendan a ella, de nada sirven el debate, la investigación, las instituciones. Es, entonces, la política como mera continuación del campo de batalla. Aunque reemplazar las balas por votos no sea, en absoluto, poca cosa, es una versión algo triste para un animal universalmente tan sofisticado.
La actitud de sospecha ante el poder puede ser una señal de sagacidad, pero cuando la sospecha envuelve toda forma de evidencia sobre el mundo, ella se vuelve también sospechosa. Por supuesto, aun así, incluso las hipótesis infalsificables basadas en la sospecha tienen derecho a ser expresadas. En Chile sí hay libertad de expresión y sospechar de ello, en público y sin represalias, es justamente una forma de comprobarlo.