En estos días se cumplen 100 años del Movimiento Militar. Se desencadenó a inicios de septiembre con el “ruido de sables” de los días 2 y 3 de ese mes, cuando, en vez de tratar el alza de sueldos del Ejército, se aprobó la creación de la dieta parlamentaria, es decir, que los legisladores recibieran un sueldo. Los tenientes reaccionaron haciendo sonar sus sables, que era de rigor portar en toda ocasión. La realidad, como siempre, es bastante más complicada.
Los hechos del día 5 de septiembre, como el Manifiesto del día 11, vinieron a constituir un golpe de Estado. La democracia chilena, relativamente sólida en comparación regional, ha tenido, sin embargo, una propensión a la crisis de tanto en tanto. En ellas se desata un acto violento, casi siempre con la sangre llegando al río, desde Lircay en 1830. En 1924 fue incruento, y el período de inestabilidad, con sus subproductos de diverso calibre —Constitución de 1925 y la dictadura de desarrollo de Carlos Ibáñez, cuando el tema de ser o no una democracia carecía de la centralidad posterior—, solo tuvo un final con sangre, modesta para los tiempos que corrían; corrió con más gana en los meses que siguieron a la caída de Ibáñez. La dictadura de este será siempre condenada por ser eso. Nadie duda de que, junto con la acción del León, está vinculada a una profunda renovación de la relación Estado-sociedad de los años 1920.
También, ligado a otro proceso que, como tantos, fue un producto de tipo global, está el surgimiento de la clase militar como clase política, considerada legítima incluso en muchas democracias como integrante de la clase política moderna, al menos para gran parte del siglo XX. Los sistemas simbólicos surgidos de revoluciones militares, siempre precedidas por sismos en los sistemas previos, fueron los de Atatürk, en Turquía (1923); Chiang Kai-shek, en China (1925); Francisco Franco, en España (1939), y Gamal Abdel Nasser, en Egipto (1952). En América Latina está el nombre más antiguo y de influencia limitada, pero en todo caso significativo, de un Juan Domingo Perón (1945). Las hubo de izquierda y derecha, y en el fondo, más de estas últimas, o las primeras devenían más conservadoras. En el mundo euroamericano y, tras la Guerra Fría, en Asia Oriental y del Sudeste, esto llegó a parecer una anormalidad. Los sistemas marxistas no eran regímenes militares, pero sí sociedades militarizadas; el caso de la Cuba de los Castro era una situación límite, y lo sigue siendo, tal cual la Venezuela chavista, cada día más, dependen de un aparato armado.
Que los uniformados hayan sido un actor político llegó a ser intolerable solo en una parte del mundo. Los regímenes árabes no regidos por sistemas tradicionales o monárquicos son evoluciones o enmascaramientos de regímenes militares. Con todo, su legitimidad en cuanto a clase política de los oficiales desapareció. Nadie puede decir para siempre. En América Latina, tras 200 años de historia republicana, las tradiciones liberales, referencia insustituible para un centro de gravedad en la democracia, son fuertes como para obstaculizar la perpetuación de sistemas pretorianos; pero no poseen la suficiente fortaleza para consolidar democracias, y la modernización económico-social sigue siendo incompleta. En Chile, el Movimiento Militar —y los actores civiles que como siempre se identifican con su idea— provocó crisis y renovación, combinación muy nuestra. Tras asomo de fin de mundo en 1931 y 1932, dio paso con Arturo Alessandri a un período de democracia y estabilidad que comenzó a llamar la atención en el continente y más allá. Y no escapamos a la fatalidad de las crisis graves cada ciertas décadas.