El estoicismo es una doctrina filosófica, específicamente moral, que tuvo amplia aceptación en las élites griega y romana de la antigüedad y que muestra hoy un claro resurgimiento. Doctrina moral —se dice— porque responde a la pregunta de cómo se debe vivir para alcanzar la felicidad o alguno de sus sucedáneos más a mano. Se sabe que vamos a morir y ese hecho irrefutable perturba nuestra existencia. Por eso es que el estoicismo indica también cómo deberíamos morir o cómo tendríamos que prepararnos para ello.
La recomendación es que las pasiones sean contenidas y los apetitos dominados. No echarse en brazos de los deseos y placeres: tal es la buena estrella que debe ser perseguida por los estoicos, y, ya de cara a la muerte, protegerse con la virtud ganada durante la vida y aceptar el fin con resignación, imperturbables, contando con que morir podría no ser el final del camino. Mantenerse dentro de sí —propicia el estoico—, sin prestar mayor atención a las distracciones del mundo exterior y sus constantes furias y arrebatos.
El epicureísmo disiente del estoicismo. Coinciden ambos en la búsqueda de la felicidad, pero esta no se encuentra en la privación de los placeres ni en la cancelación de los deseos, sino en su búsqueda y expansión, partiendo por aquellos que el cuerpo reclama de manera tan inevitable como apremiante. “Moriremos”, afirma también el epicúreo, pero hay que seguir participando de la fiesta de los sentidos y aprovechando cada momento de esta.
El filósofo escocés del siglo XVIII David Hume describió tanto una como otra de esas doctrinas, prestándoles voz para exponer y defender sus contrapuestos postulados, si bien el filósofo dio con una tercera alternativa —la del escéptico—, que intenta alejarse de las dispares conclusiones y propuestas antes indicadas. Los filósofos —pensó Hume— suelen contraer la enfermedad que consiste en elegir un solo principio o punto de partida —por ejemplo, el placer o la continencia—, para desprender de allí unas conclusiones inevitablemente estrechas y que no dan cuenta de la índole, extensión y complejidad de los asuntos humanos, preguntándose lo siguiente: “¿Es que no ven la gran variedad de inclinaciones y afanes que se dan en nuestra especie, donde cada individuo parece estar enteramente satisfecho con su estilo de vida y estimaría como el colmo de la infelicidad el que lo obligasen a vivir como su vecino?”.
Si en la vida no puede esperarse ni una gran ni menos una continua felicidad, alguna es posible conseguir, y no habría entonces que renunciar a ningún camino para asomarse a ella. Algo de felicidad puede lograrse desde la moderación y otro tanto desde la disipación. “Humanizar al animal”, propone Michel Onfray.
¿Y dónde está la sospecha que da título a esta columna?
Es un hecho que el estoicismo preludió al cristianismo, o cuando menos ejerció una fuerte influencia en este, de manera que la revitalización de la doctrina estoica a la que se asiste hoy, especialmente luego de la pandemia y sus graves efectos personales y sociales, podría estar compensando la baja experimentada por la religión cristiana y la más importante de sus iglesias. Si así fuera, la elogiosa y creciente literatura actual sobre la filosofía estoica, tanto académica como de simple divulgación, podría constituir la manera de rescatar una religión y una iglesia en problemas. Algo así como sacar las castañas con la mano del gato, o sea, del estoicismo.
Tengo la sospecha (y si esa palabra molestare a algunos, la conjetura) de que el laico estoicismo de los antiguos podría estar siendo invocado (otros podrían decir “utilizado”) para ayudar a sostener lo que es un credo estrictamente religioso.