No pretendo ganar un concurso de popularidad reivindicando el rol de la compasión en la política como un componente esencial de lo que yo considero una filosofía moral civilizada. En un mundo donde triunfa y reina aquel que es el más implacable, el más atrincherado, el más adversarial, el más hostil hacia quien muestra alguna debilidad humana o simplemente difiere de las creencias propias, pedir humanidad es visto como cobardía o tal vez como neutralidad moral.
Hoy —cuando prevalecen los descendientes de Catón, Savonarola y el “virtuoso” Robespierre, que como seres “moralmente superiores” y dueños de la verdad y la virtud nos predican diariamente desde sus respectivos púlpitos los preceptos de una nueva moralidad, que ya no es religiosa sino cívica—, el pedir humanidad posiblemente solo puede aparecer como debilidad.
¿Qué inspira estas reflexiones? El constatar la forma en que tanto la señora Amor como el senador Macaya han sido perseguidos y estigmatizados por mostrar sentimientos humanos y cierta lealtad hacia sus padres, aunque sin incidir para nada en las decisiones judiciales que los afectan. Es que hemos llegado a creer que un servidor público, al igual que el “buen revolucionario” de Lenin y Mao, “no puede ni debe tener sentimientos ni amor”.
Pues bien, es preciso señalar que hay una diferencia entre los “principios”, estructuras de creencias universales, a veces incluso un tanto abstractas, acerca de la justicia, la igualdad, la inviolabilidad de los derechos humanos, por una parte, y los “valores”, que son esas creencias profundamente arraigadas que se consideran importantes y necesarias para iluminar nuestras decisiones y que han inspirado lo mejor de nuestra civilización, como la compasión, la integridad, el respeto, la lealtad, la empatía y el evitar hacer daño a otros.
Los principios son muy necesarios, pero solo adquieren su verdadera fuerza si son lubricados por estos sentimientos de humanidad. La teología católica, que nos enseña que es preciso condenar el pecado, pero acoger al pecador, ha encontrado un buen equilibrio entre mantener un juicio moral inamovible respecto del bien y el mal y la misericordia. Ahora, ello exige abandonar la certeza de ser el poseedor de una verdad monolítica, única e irrevocable, para poder reconocer los sentimientos y experiencias de otros.
Adam Smith, en “La teoría de los sentimientos morales”, fue el primero en sintetizar el concepto de sympathy (empatía) para entender las relaciones humanas y su implicancia para el comportamiento ético en nuestras relaciones sociales. Se trata, según él, de la capacidad de compartir emocionalmente los sentimientos de otros, sus gozos y sus sufrimientos. Es esto lo que nos lleva a desear la justicia y la benevolencia, lo cual nos conduce a aliviar sus sufrimientos y celebrar sus alegrías. Eso es lo que permite que se afiance una verdadera cohesión social, basada en el reconocimiento de que nuestros destinos individuales están indisolublemente interconectados para desarrollar lazos más fuertes y construir una comunidad más compasiva, en la cual prime la preocupación por los otros, la confianza y la cooperación.
De hecho, la idea misma de derechos humanos emana de transformaciones en la mente humana ocurridas en la modernidad, que permitieron un cambio en la sensibilidad y el surgimiento de sentimientos como la empatía y el pensar a otros como iguales.
Es cierto que el respeto a los derechos humanos y la protección de los niños contra el abuso son principios irrenunciables en una sociedad democrática. La pregunta es si acaso es posible el imperio de ellos sin misericordia y solo desde la rabia, el odio y el deseo de venganza.
Yo, mis derechos, los siento más protegidos por seres humanos como Macaya y Amor, capaces de reconciliar los principios con la compasión.