La campaña electoral norteamericana deja ver una concentración en temas internos con tanta intensidad pasional, que se esfuma toda idea de una estrategia internacional, al menos en el país político.
Al convertirse en potencia mundial —entre otros rasgos, ya era la primera economía del globo desde fines del XIX, y hasta nuestros días—, las cosas cambiaron, tanto por apetito como por necesidad. Experimentó, al igual que la Alemania de ese entonces, un grado de envanecimiento (como China hoy), pulsión inevitable; y al mismo tiempo, obvio, tuvo que definir sus intereses externos de una manera más amplia.
Por lo demás, el siglo de las guerras mundiales y de la Guerra Fría probó el papel indispensable —guste o repela, es otro asunto— de este país, no sin intensos debates y oscilaciones en los humores de la política doméstica. Incluso en el momento máximo del universalismo y apogeo del American Century, y de la bipolaridad (jamás absoluta), a comienzos de la década de 1950, el sector aislacionista del Partido Republicano, opuesto a la candidatura de Eisenhower, liderado por el senador Taft (apodado Mr. Republican, paradigma del partido), sostenía que Washington solo se debía ocupar de Asia y del peligro chino o lo que se tenía por tal, dándole la espalda a Europa. ¿Suena conocido?
El trumpismo ha renegado de la política de los republicanos sostenida por 70 años (olvidando la consistencia de un Eisenhower, un Nixon y un Reagan, entre otros) y con su candidato abraza un aislacionismo radical. En los demócratas, con argumentos distintos si bien convergentes, existe otro aislacionismo que se combina con el culto a una mítica diversidad. Esto se combina con la devaluación de las convicciones, en que el orden internacional debe construirse no con base en una definición amplia del interés, sino que en una surgida de una estrecha geopolítica (por décadas se renegó de esta; ahora se la canta, ambas simplificaciones), y a mi juicio, suicida.
Dos procesos globales han impactado a EE.UU. Ambos afectan a una gran mayoría de los países desarrollados, pero solo EE.UU. se ha sentido y ha sido por un siglo la gran potencia mundial.
Uno es que no hay economía autosuficiente en un mercado global, lo que bien mirado es una ventaja; solo que el buen funcionamiento de este mercado depende también de factores políticos de un mundo articulado en Estados con gran poder de autonomía y con otra racionalidad en economía política, quizás estéril en el largo plazo.
El segundo, las migraciones masivas facilitadas por los medios de movilización por tierra y mar. La causa final no está exclusivamente en la diferencia de riqueza, sino que tiene que ver, sobre todo en los casos dramáticos, con crisis del Estado y el deterioro sin fin de la gobernabilidad. Como en tantas partes, el país parece saturado por la inmigración y esta debería limitarse. ¿Será posible?
El panorama electoral no se ve auspicioso en este sentido. Trump, en el mejor de los casos, solo puede ofrecer lo mismo de su anterior presidencia: conducción errática y carencia de liderazgo político internacional, solo bravuconadas esgrimiendo poder duro; en el peor, una contribución a la revoltura donde solo gana toda laya de pescadores.
Aunque la administración Biden no ha estado mal en su política exterior, hasta donde sabemos, Kamala Harris no representa ni visión ni equipo —o preocupación visible— por una estrategia internacional. Este desgano surge porque el país, por primera vez desde la víspera de Pearl Harbor, está ensimismado en sus problemas internos, reales o imaginarios; casi todos los dilemas humanos muestran esta doble faz.