El campo es una invención de Occidente, particularmente de Europa. Toda vez que los seres humanos se concentran en ciudades surge alrededor de ellas un espacio casi vacío, jalonado de ranchos dispersos o de pequeñas aldeas. En ese espacio poblado de un modo diverso a como se habita la ciudad, la gente suele dedicarse al cultivo de la agricultura y a la crianza de animales. El mundo urbano ha ido generando desde la antigüedad un conjunto de imágenes sobre el campo, ha creado un relato sobre eso que está más allá de sí mismo, de lo cual depende en muchos aspectos, pero que también lo desafía como algo ajeno. No en vano “civilización” proviene de “civitas” (ciudad) y, en cambio, rural proviene de “rurs”, la raíz de “rusticidad”. Las imágenes hiladas que la ciudad inventó para el campo, que alguna vez se llamó “idilio” o “pastoral”, lo conciben como un lugar de quietud, abundancia, tiempo pausado, silencio, costumbres sencillas, colaboración entre miembros de una pequeña comunidad donde todos se conocen, y un arduo trabajo que mantiene una relación equilibrada con la naturaleza. El campo no es así. Nunca lo fue. La misma ciudad, que se reflejaba en el campo como en un espejo inverso, gestó también una visión antitética de ese espacio que es como un telón donde proyecta su propia ambigüedad.
Hoy el campo, particularmente el campo chileno, ha cambiado mucho, tanto que todos esos relatos están en crisis y solo recién se asoman nuevas interpretaciones, pero en las cuales parece estar condenado a ser el espejismo de miradas ajenas.
El campo de hoy es una poderosa mezcla de ruralidad y urbanidad. La agricultura industrial o semiindustrial en distintas escalas —muy abrasiva del paisaje— ha forzado el declinar del viejo campesinado de los 70 y ha entregado al nuevo habitante del campo, sobre todo a la gente más joven, a una tierra de nadie en la que a menudo la drogadicción y la delincuencia aparecen como opciones atractivas. El campo siempre ha tenido un lado oscuro y turbio que supo ver con tanta lucidez y fuerza José Donoso en “El lugar sin límites”, una de sus obras mayores. Pero también lo que sucede hoy llama a considerar con otros ojos a algunos escritores y obras del criollismo y, en concreto, a Mariano Latorre. Con mis alumnos de primer año leímos maravillados “Don Zoilo”, un cuento largo de Latorre que recorre la desgraciada vida de un campesino alcoholizado en medio de un paisaje a la vez precisa y poéticamente trazado. Latorre defendía el despliegue de una literatura nacional arraigada en la descripción del sujeto popular, sobre todo del campesino, y de un paisaje con rasgos locales. El paisaje que esbozó con mayor belleza es el de la cordillera de la Costa de la zona del Maule sur. Allí, en torno a Huerta de Maule, ambientó su novela principal, la estupenda “Zurzulita”, y ese otro relato entrañable llamado “On Panta”. Los personajes de Latorre, igual como el campesino de hoy, a menudo perecen derrotados por fuerzas que los superan. En eso el campo sigue siendo el mismo.