Nada más parecido a una dictadura que otra dictadura y que un dictador a otro dictador. Algunos de ellos en nombre de la revolución del proletariado y el advenimiento del hombre nuevo, otros en el de la seguridad nacional, unos terceros en los valores permanentes de la sociedad occidental y cristiana, y ahora en el de la república bolivariana. Sin embargo, todos se comportan igual, de partida vociferando ante cualquier micrófono que les pongan por delante o fingiendo cazurrería. Aquello de las “dictablandas” es solo una manera de eludir la responsabilidad por las dictaduras que sus partidarios apoyan y de las que se benefician.
Lógica de amigos y enemigos, y de patriotas y antipatriotas; constantes apelaciones a la soberanía nacional y a la no intervención de otros países en los regímenes de fuerza; llamados permanentes a una férrea unidad nacional, que no es compatible con la diversidad de ideas e intereses de una sociedad abierta; reiterada descalificación de los organismos internacionales, especialmente en materia de derechos humanos; expulsión del país para expresar un repudio aún mayor a las ONG que tienen el coraje de evaluar la situación de los derechos en el país que encabeza un dictador cualquiera; fidelidad incondicional a este último de parte de fuerzas armadas colmadas de privilegios por las dictaduras de turno; y, desde luego, adjudicación a la democracia de algún adjetivo que vacíe de contenido a ese sustantivo, igual que ocurre con las comadrejas, capaces de sorber el contenido de un huevo sin romper la cáscara.
Parece una descripción de buena parte de la historia de nuestro continente, aunque en la actualidad regímenes dictatoriales hay en ella solo tres, pero sin que se pueda descartar que algún gobernante facineroso invente un nuevo apellido para la democracia, acabando con esta.
La democracia moderna, además de su compromiso con las libertades, es participativa, representativa y deliberativa. Se trata de cuatro condiciones de esta forma de gobierno y no de apellidos arbitrarios ni escogidos maliciosamente para pasar gato por liebre.
Es efectivo que las democracias reales que conocemos no son nunca todo lo liberales, participativas, representativas ni deliberativas que exige la democracia como ideal, pero los países democráticos se esfuerzan —cuando se atreven— para avanzar en esos cuatro sentidos y mejorar de posición en el ranking de las democracias históricas o reales. Y cuando digo “liberales” —insistiré una vez más—, no digo “neoliberales” ni tampoco “libertarias”, dos términos con los que se describe una misma rama del liberalismo para la cual cuenta solo, o muy preferentemente, la libertad de hacer negocios, oponerse al pago de impuestos, y resistir toda regulación estatal que ponga freno a la manipulación y abusos de los mercados y de sus visibles u ocultos agentes.
Entonces, no se necesita adjetivar la democracia cuando se trata solo de identificar sus características, al revés de lo que hemos conocido tantas veces, aquí y allá, como “democracia real”, “democracia orgánica”, “democracia popular”, “democracia socialista” o “democracia protegida”. Hasta de “democracia autoritaria” hemos escuchado alguna vez, tanto a izquierda como a derecha, pero va de suyo que tan contradictoria denominación intenta únicamente camuflar los atropellos a cualquiera de las libertades que conocemos.
La democracia se encuentra en apuros. Siempre lo está. Hay poderes explícitos o agazapados que no la quieren para nada, sobre todo cuando se pide solo orden social y desean lo de siempre: poner el pie encima a aquellos que, además de orden, no claudican en el deber de conseguirlo en un marco de libertades y no con cada policía, militar o miliciano con el rifle puesto en la cabeza de quienes, prefiriendo la democracia, la reclaman sin apellidos.