Vivimos apuradamente. Urgidos, aunque no se divise la urgencia. ¿O será al revés y es la realidad la que cambia tan rápido? Puede ser. Todo puede ser, según científicos que aparecen casi a diario diciendo que nuestro mundo puede ser una simulación producida por un Gran Programador que nos tiene inmersos en una Matrix. El caso es que los Juegos Olímpicos terminaron recién y ya son un recuerdo. Un bello recuerdo, claro.
El esfuerzo, el sacrificio, el trabajo en equipo, la armonía exhibida por tantos deportistas en sus presentaciones, la superación personal, todo en días de tremenda actividad. Es hermoso, aunque no se puede siempre destacar el reconocimiento a la superioridad del rival (aún quedan derrotados reclamando), la perfección del escenario (por la contaminación del Sena), ni la superación individual general (hay también una lista de decepciones). Del mismo modo, no olvidamos que la paz vivida durante estos días inolvidables se logró gracias al gasto, seguramente gigantesco, en seguridad. No podemos caer en la ingenuidad de creer que se debió a que el mundo entendió el mensaje del olimpismo.
Las bellezas de los Juegos ya las detalló hace unos días en estas páginas la historiadora y periodista Pilar Modiano, gran valor de la investigación de los deportes, a quien postulo para el Premio Nacional de Periodismo Deportivo 2025 (para este 2024 ya tengo candidato, un colega muy valioso también). Ella lo dijo todo.
Lo que yo quiero decirles hoy trata de las medallas, del medallero y de los medallistas. Nosotros, obviamente, estamos contentos con la cosecha de los nuestros. El oro de Francisca Crovetto y la plata de Yasmani Acosta superaron las expectativas y reeditaron conquistas de un pasado que ya se ve lejano.
Junto con ello, recordemos que la rival de nuestra “Pancha” sigue reclamando, hasta hace un par de días, que fue perjudicada por los jueces en la última definición del tiro skeet. La británica Amber Jo Rutter dice que no contabilizaron un platillo derribado, a pesar de que fue visible el polvillo del plato alcanzado. Olvida ella que a la chilena le ocurrió lo mismo en otra circunstancia del desempate.
Hubo deportistas que se quejaron de que sus medallas doradas a los pocos días perdían el dorado. Se las repusieron. Eso no sucedió en Tokio en 1960, cuando Muhammad Ali (entonces Cassius Clay) ganó la dorada en el peso pesado del boxeo. Cuando lo descubrió, tiró la medalla al río.
La argelina Imane Khelif es boxeadora, aunque muchos dijeron es boxeador y sufrió por eso una gran campaña en contra. La Asociación Internacional de Boxeo le prohibió participar en sus últimos campeonatos mundiales: las pruebas de género habrían demostrado su condición de hombre, lo que no sucedió en París y ganó el oro. Su abogado presentó una demanda legal por “abuso misógino, racista y sexista”. Ganó el oro y más vale que nos vayamos acostumbrando, pues la ciencia nos va enseñando que hay más cosas que las que siempre hemos conocido.
No querer compartir el oro no solo se ve en las películas de robos bancarios. Tampoco quisieron compartirlo los saltadores de alto Hamish Kerr y Sheklby McEwen, protagonistas de un desempate interminable. Les fue ofrecido compartir al cabo de 11 intentos y no quisieron. Al final, el neozelandés Kerr se llevó el oro y el estadounidense McEwen quedó plateado. En las películas terminan a balazos.
Hay tantas historias como medallas.