En Latinoamérica no inventamos la economía de mercado. La hemos estado implementando en la región, pero con dificultad y, si miramos nuestra historia, recientemente. En América Latina tampoco inventamos el marco institucional de la libre competencia ni las teorías que están detrás de las infracciones a la economía de mercado. Hemos realizado trasplantes, tomando aspectos principalmente de los Estados Unidos y Europa. Estudiando los casos de Inglaterra, Alemania y España. Adoptando las teorías de daños que nacen primordialmente en los países del norte.
Debido a esos trasplantes, a veces no sabemos dónde estamos. Tomamos ideas de aquí y de allá y las mezclamos. Algunos resultados son armoniosos y funcionan. Otros, errores o inventos fallidos, e incluso podemos llegar a parir un Frankenstein que puede combinar la cabeza de Estados Unidos, los brazos de Europa y los pies de Inglaterra y Alemania.
Así, por cierto, hay trasplantes exitosos, neutros y fallidos. Pienso en el enraizamiento de la economía de mercado en Chile y su vigorosa institucionalidad de libre competencia. Pienso en el gran Andrés Bello y su Código Civil, que siguiendo la estructura del Código francés incorpora el derecho hispanoamericano e innovaciones del de Luisiana.
Ejemplos de fracasos sobran. Pienso en Venezuela, que en los años 90 gozaba de una vibrante economía de mercado y en donde su autoridad de competencia daba cátedra en la región. Pienso también en Argentina, el primer país en adoptar hace un siglo una ley de competencia, que se vio truncada por el populismo y estatismo de los últimos 50 años.
Los trasplantes, esa importación de ideas, teorías, leyes e instituciones que vienen de afuera, no son una mera operación de copiar y pegar. Requieren adaptaciones. Esas adaptaciones requieren creatividad, consistencia y tiempo para ser exitosas.
Por mirar tanto al norte, no nos tomamos el tiempo para estudiarnos a nosotros mismos y a nuestros vecinos. Para mirarnos con esa distancia sana que destila algo de cinismo. Hay factores de conexión evidentes en nuestra región. Las economías de cada uno de nuestros países están concentradas, en gran parte, por economías de escala. Nuestros gobiernos tienden a ser cortoplacistas y, de vez en cuando, irresponsables. Pasamos, con esa facilidad propia de una persona altisonante, de un Estado minimalista a un Estado omnicomprensivo, sin entender el natural contrapeso del ecosistema existente entre el Estado y las empresas. Nuestros sistemas legales son continentales, con diferencias esenciales respecto al Common Law, cuyo pilar es la fuerza de los precedentes. Nuestro amor por la teoría —ese afiebramiento de querer pensar que siempre estamos adoptando novedosos trasplantes— puede llevarnos a perder el cable a tierra del sentido común. A embarcarnos sin brújula en terra ignota, buscando algo que no existe, salvo en nuestras mentes: El Dorado. Basta mirar, como ejemplo, el texto que elaboró la Convención Constitucional del 2022, que intentó crear un mapamundi con retazos de ideas foráneas poco o nada probadas.
Por cierto, las instituciones de competencia en cada uno de los países latinoamericanos son diferentes. Desde lejos, pueden parecer similares. De cerca, se ven diferencias. Lo mismo sucede con casos específicos, ya sean de carteles, abusos o fusiones. Desde lejos, para un observador frío, son hijos de los mismos padres. De cerca, los hermanos son diferentes y así bien lo saben sus padres.
El diablo, como siempre, está en los detalles. El diseño de la institucionalidad, las personalidades de los que ocupan cargos públicos, las particularidades de cada mercado, los aspectos procedimentales de cómo se manejan los casos de infracción, la recepción y entendimiento de la economía de mercado, tanto por la ciudadanía como por los políticos, marcan una diferencia y son distintivos de un país a otro.
La evaluación de una institución —y de un caso particular de intervención— requiere de una disposición científica a seleccionar los parámetros por revisar y conseguir la información certera. Evaluar equivale a transpirar: los números hay que ir a buscarlos y hay que tratarlos sin manipulación alguna ni sesgo. A esa sala de operaciones no puede entrar bacteria alguna de subjetividades mañosas. Además, se requiere contar con tiempo y recursos.
Una evaluación seria ayuda a asegurar que las nuevas decisiones que adopte cada país, ya sea en la estructura del marco institucional o en la investigación de un caso específico o de la fórmula que equilibra el poder público del privado, consideren el éxito o fracaso de un trasplante que realizó nuestro país o uno de los países de la región. De esta manera, se pueden replicar cambios exitosos y evitar tropezar con la misma piedra.
El derecho y la economía requieren humildad. Para entender que un trasplante no echa raíces de forma mágica. La historia y la experiencia son relevantes. Para saber que su aplicación y promoción es delicada y compleja. Para reconocer que nuestro lenguaje técnico es difícil de entender para la mayoría de los ciudadanos. Pero también requiere ambición y coraje. Para llevar a cabo esos trasplantes innovadores que incorporen la realidad de cada país, de manera majaderamente consistente. Para tener paciencia en esperar los frutos de tales trasplantes y no bajar los brazos ante cualquier inconveniente. Para evaluar nuestros experimentos, de tiempo en tiempo, científica y objetivamente —aunque duela—, reforzando los logros y enmendando los fracasos.