La efervescencia era total. Los asistentes a la principal conferencia de Bitcoin del mundo recibieron de Trump la señal esperada por años: una promesa de desregulación de las criptomonedas. El plan busca, en primer lugar, disminuir las regulaciones y obligaciones de reportar transacciones, liberalizando el uso de las criptomonedas. Al mismo tiempo, Trump prometió detener los esfuerzos de la Reserva Federal por emitir un dólar digital, que compite con ellas, así como crear una reserva pública de bitcoins —algo así como un fondo soberano—, que permitiría intervenir y estabilizar su valor en circunstancias extremas. Finalmente y la guinda de la torta, prometió la expulsión el día 1 del máximo regulador de valores, por su posición antagonista a la industria. Simplemente, el éxtasis.
Los políticos en varios países han buscado por años bloquear el surgimiento de las criptomonedas, toda vez que representan un reto al manejo de la política económica y al monopolio en la creación de dinero. El mismo Trump tuvo hasta hace poco una visión crítica del bitcoin, calificándolo como una “estafa basada en aire”. ¿Qué ha cambiado?
Hay varias hipótesis, partiendo por los fríos votos. Las criptomonedas se han transformado en una especie de culto con fervientes seguidores. Aprovechando la dura posición de los demócratas hacia la industria, Trump ve un bolsón atractivo. Hay en la campaña republicana un esfuerzo de mostrarse cercanos con el emprendimiento, en contraste con la posición más intervencionista de Kamala, lo que explica el flirteo con los cripto-lovers y con otras industrias en Silicon Valley que ven con pavor una ola regulatoria que consideran excesiva. El desarrollo de las criptomonedas —con todos sus bemoles— sigue en pie y la acción de los reguladores no ha logrado frenarla. Así, Trump parecería estar siguiendo al obispo francés que permitió el paso de Atila por su territorio bajo la premisa de que “si no puedes contra el enemigo, únete a él”.
La desregulación total de las criptomonedas no es deseable. Las personas deben tener libertad para intercambiar activos sin mayor restricción, pero la fe pública y la estabilidad financiera exigen regulaciones cuando los instrumentos alcanzan un uso masivo. Pero cuando estas terminan encareciendo en exceso el surgimiento de innovaciones, la informalidad aumenta —y con ello, los riesgos que se busca mitigar— o los emprendimientos simplemente desaparecen. En esto, Trump tiene un punto: los reguladores financieros están empecinados en dictar normativas de todo tipo, sin reparar adecuadamente en sus consecuencias. De persistir esa doctrina, algunas actividades operarán en las tinieblas, mientras que otras simplemente perecerán bajo la atenta mirada de los felices incumbentes.