Estamos viviendo un decaimiento de la esencia que sustenta la civilización occidental. Y esto se manifiesta principalmente en dos ámbitos: en el geopolítico y en el cultural.
En el geopolítico, Nicolás Maduro no podría hacer un fraude electoral y desafiar al mundo con esa altivez si estuviera solo. Detrás de él están Cuba, con su experiencia en eso, pero lo importante: China, Irán y Rusia, que por diversas vías desafían el sistema internacional. Su influencia en América Latina aumenta con preocupantes derivadas.
En el plano cultural, un ejemplo son las decadentes imágenes mezcladas en la inauguración de los Juegos Olímpicos de París: no fueron simple muestra de inclusión (que no aceptarían otras culturas), sino una provocación. El creciente culto al feísmo, a lo decadente destacado en espectáculos y en colegios, y la cancelación constante de quienes critican ese tipo de provocaciones tienen múltiples causas. Y una de ellas se llama Antonio Gramsci. El teórico marxista italiano de principios del siglo XX planteaba la necesidad de dar la lucha en el terreno de la cultura y denigrando el lenguaje. Para Gramsci, la revolución proletaria de Marx no bastaba para Europa, donde la mayoría se siente clase media. La lucha debía ser cultural, desarmando “el buen sentido”, decía, del pueblo. Gramsci consideraba la cultura como un medio para la conquista de la conciencia, y por eso llamaba a penetrar y degradar la enseñanza en escuelas y universidades, la religión, las artes, y sobre todo el lenguaje. Hablaba de la contrahegemonía, para desestabilizar los consensos arraigados. Ahí está la clave: romper los consensos arraigados.
Por eso es tan inconveniente, para Occidente, que superestructuras mundiales actúen para alterar conceptos nacionales. Hay poderosas ONG y grandes cadenas informativas imponiendo supuestas verdades, y está la enorme burocracia de la ONU que se adueña de algunos temas y los impone como agenda, desde el olimpo, sin respeto por las tradiciones y culturas propias de las naciones.
Acabo de visitar España y los países nórdicos, y lo que más me sorprende es que si bien un sueco y un español son diferentes en su cotidianidad, no lo son en su esencia, en su sentido democrático, en su visión común sobre la cultura europea y el respeto cívico. Muy distinto al ambiente que se palpa en China o en otras culturas gobernadas hace siglos por autócratas, donde no hay sociedad civil libre ni respeto al individuo por sobre el Estado y el poder del gobernante.
La democracia y el Estado de Derecho no fueron impuestos por burócratas ni por jóvenes revolucionarios tirando piedras. Surgieron de una evolución, que incluye la filosofía de la antigua Grecia, el Derecho romano, el concepto del consentimiento de los gobernados de los pueblos germánicos. También el espíritu olímpico, nacido en la antigua Grecia, es parte de esa cultura: valora el esfuerzo y los principios universales de respeto. Los derechos personales y civiles derivan de una cultura común occidental. Es hora de recordarlos y valorarlos.