Reconozco tener un problema con los ruidos, aunque no me refiero a aquellos que se llaman tales y no son más que las constantes trifulcas de actores políticos que buscan alguna repercusión pública. Me refiero a los ruidos realmente molestos, a la aguda y persistente contaminación acústica de nuestros días, a la intoxicación que se nos causa en el sentido y en la aptitud corporal que llamamos “oído”, a lo que nos altera auditivamente sin que podamos llamarlo “sonido” debido a los alcances desagradables y perturbadores del ruido.
Causa del ruido es, ante todo, el tráfico incesante de vehículos motorizados, especialmente en un país en que el uso excesivo del automóvil se ha vuelto un hábito tan arraigado como el de los teléfonos móviles cuando los propietarios de estos últimos hablan por las calles a gritos o utilizando altavoces. Uno que otro peatón se desplaza grácilmente en esos monopatines eléctricos que luego quedan abandonados en cualquier parte, pero los automóviles están tardando mucho para llegar a usar masivamente esta insonora fuente de energía.
En el caso de automóviles y motocicletas no se trata solo del ruido de sus motores, sino del de los conductores que dejan sus tubos de escape libres y quieren hacerse notar con cada una de las aceleradas que hacen para provocar deliberadamente más ruido. Todo individuo quiere ser reconocido de alguna manera, pero ese tipo de conductores busca solo llamar la atención y cobrar por ello una recompensa —la del ruido—, que perturba injustamente a todos los demás. Esto de hacer sonar los tubos de escape se está transformando en una moda, a ver cuál de los conductores gana más puntos gracias a hacerse notar únicamente por el ruido y por el alto costo de sus vehículos. Es probable que lo que comento tenga como antecedente los efectos neurológicos todavía no bien estudiados de la reciente pandemia.
En los jardines que embellecen algunas comunas, retiran las hojas del invierno succionándolas con unos aparatos que pueden dejar sordos a los transeúntes y ocupantes que reciben el estrépito de sus vecinos. Menos mal que con las bajas temperaturas se ha vuelto indispensable cerrar las ventanas y conseguir, al menos parcialmente, que los ruidosos de siempre paren de contaminar tan impunemente.
Las bocinas son otro caso. Ya sabemos cuán mal son utilizadas por quienes se desplazan con los altos grados de estrés que se provocan ellos mismos. “Tengo los nervios destrozados”, se quejan, y ¡ay! de aquel automovilista que tarda poco más de un segundo en avanzar cuando le ponen el semáforo en verde. En esos casos se produce un auténtico festival del ruido, porque basta con que uno solo se pegue a la bocina para que lo imiten todos los demás.
¿Pueden ustedes creer que un investigador norteamericano afirme que “el ruido hace bien”? La explicación de nuestro científico es que cuando el ruido es muy bajo, las neuronas no pueden recoger las señales que envían a otras neuronas que no son capaces de detectarlo.
Frecuentes fuegos artificiales “espontáneos” en algunos barrios aportan también lo suyo, en la lógica de marcar territorio y hacerse notar.
Una buena noticia (sin ruido, sino con sonidos musicales) es el nuevo concierto que a inicios de 2025 ofrecerá Joaquín Sabina en Santiago. Lástima, eso sí, que esté anunciado como su última presentación masiva. “Ruido, tanto tanto ruido”, canta el talentoso y simpatiquísimo compositor e intérprete. “Mucho, mucho ruido”, insiste, y en ocasiones a dúo con su amigo Joan Manuel Serrat. “Ruido envenenado, demasiado ruido”, vuelve a la carga, “y hubo tanto ruido, que el ruido llegó al final”.
¿Cómo defendernos del ruido y su constante agresión? No bastará con Sabina y las palabras que echa a volar con sus canciones.