Cuando yo vivía allí, entre 1977 y 1980, Venezuela era un país modelo, un ejemplo de cómo hasta en América Latina se podía constituir una sociedad pujante, democrática, estable. Había dos grandes partidos que se alternaban en el poder, en elecciones limpias a las que concurrían los votantes con entusiasmo. Había optimismo, energía, ganas.
Había costado mucho llegar a eso. Ya en 1959, Fidel Castro veía a Venezuela como un potencial feudo cubano. El país se había liberado recién de la dictadura de Pérez Jiménez. Castro trató de subvertirlo con una guerrilla que él entrenó y financió. Felizmente los venezolanos la derrotaron, y Castro tuvo que esperar a Chávez para que el país cayera en sus manos.
Cuando me fui, en 1980, era simplemente impensable que esta próspera república fuera sometida a una tiranía “bolivariana”. Por eso yo siempre dije —y lo sigo diciendo— que lo que pasó allá podría pasar en cualquier país. De hecho, en Chile hemos llegado cerca. Con la UP y con esa nefasta Constitución que el Gobierno apoyó con tanto fervor. Y si bien logramos rechazarla, no cabe ser complacientes. Los mañosos intentos de debilitar la obligatoriedad del voto, sobre todo el de extranjeros, auguran lo que podría ocurrir si el Gobierno tuviera más poder.
En cuanto a las elecciones venezolanas, yo las creía singulares porque el suspenso que generaban no era el de elecciones típicas en que uno no sabe quién va a ganar: la duda era cómo iba a reaccionar Maduro al ser derrotado. ¡Cómo pequé de ingenuo! Porque es demasiado obvio que Maduro iba a desconocer el resultado.
Había suficientes indicios de que no le importa la opinión de nadie. El descaro con que deportaron a parlamentarios extranjeros debido a que, según la vicepresidenta Delcy Rodríguez, les faltaba “dignidad” para ingresar a esa “tierra sagrada”. Los discursos groseros, vulgares, matonescos de Maduro vaticinando un triunfo que evitaría “un baño de sangre”. La predicción que leí en El Siglo de que la oposición iba a desconocer el resultado. ¡Hasta el PC chileno sabía, entonces, que Elvis Amoroso iba a anunciar, desde el Consejo Nacional Electoral que preside, el “gran triunfo” de Maduro! El mismo Elvis Amoroso (que al portar ese nombre deshonra tanto al rock como al amor) ya había inhabilitado a María Corina Machado.
Cabe detenernos en la postura del PC en todo esto. Al apoyar un régimen que provoca que uno de cada cuatro de sus habitantes abandone el país, ¿qué nos está tratando de decir? ¿Que si gobernaran Chile les gustaría que se fuera un cuarto de la población? ¿Para que haya más recursos para los que se quedan? ¿O para que se vaya la oposición y después, como Maduro, no permitir que vote? ¿Que la población que quede sea pobre, hambrienta, dependiente del gobierno?
¿Quién después de esto podría imaginarse que el PC cree en la democracia, la justicia, los derechos humanos o el bienestar del pueblo? ¿Y qué decir cuando aprueba un gobierno que además es cercano al crimen organizado, cuando no su autor? ¿Uno que para colmo insulta al Presidente Boric, a quien ellos dicen apoyar?
Boric ha estado bien en este tema hasta ahora. Junto a su apoyo a Ucrania, su postura demuestra sustanciales divergencias con la del PC. ¿Sería mucho pedirle que ahora también critique al gobierno de Cuba? ¿Cómo puede temer las “líneas rojas” del PC si ellos no respetan ninguna con él?
Predeciblemente, los países aliados de Maduro —Rusia, Irán, Cuba, Nicaragua, Bolivia y China— lo han felicitado, y algunos caerán en Caracas como buitres, para acapararse de los escombros. Son casi todos países dedicados a la disrupción de democracias. Todos admirados por el PC.
Los próximos días son trágicamente inciertos. ¿Qué pueden hacer los venezolanos frente a una tiranía tan despiadada? ¿Frente a un bully matonesco y corrupto? ¿Qué pueden hacer los países democráticos? Urgente que haya respuestas a estas dolorosas preguntas.