Señor Director:

Las reacciones en torno a la parodia de la Última Cena —si acaso eso fue— en la inauguración de los Juegos Olímpicos, puede ser digna aún de algún comentario. Después de todo, las apologías de esa parodia no son muy fáciles de compatibilizar entre sí.

“Nadie debe ofenderse por el arte, su naturaleza es ser disruptivo”, es una afirmación que no se lleva muy bien con, “de hecho no hay aquí nada disruptivo, sino una representación de Dionisio”. Mientras se repite este último punto con cierto aire de superioridad —no vaya algún ignorante cristiano a creer que se trataba de la Última Cena—, la actriz principal de la escena publicaba en su cuenta de Instagram que este era “el nuevo testamento gay”.

La ambigüedad deliberada (también en la posterior disculpa) no deja mucho lugar a dudas respecto de la efectiva existencia de dicha parodia.

Aclarados los hechos, otra cosa es la pregunta por la reacción que merezcan. ¿Hay reacciones distorsionadas e interesadas desde el Kremlin, Trump y Musk? De seguro.

Lo que no tiene sentido es pretender —como lo hace Enrique Barros en carta de ayer— que la molestia de muchos cristianos sea por estar siguiendo el amén a tales figuras. Cierta ofensa ante dicha parodia es de hecho una reacción normal, que tuvo lugar con independencia de ese tipo de voces. Es perfectamente compatible, además, con mantenerse lejos del victimismo.

Pero tal vez la principal pregunta que surge es cómo mirar las pretensiones de “fiesta de la diversidad” con que el acto y la disculpa se visten. Después de todo, la religión civil de la diversidad le envía mensajes distintos a cada grupo. Por lo pronto, a unos los parodia y a otros no.

Yo no creo que la respuesta correcta a eso sea “ahora háganlo con el islam”. Pero sí me parece que los cristianos “respetables” (la expresión es de Barros) deben al menos enfrentar con una cuota de escepticismo las pretensiones de inclusión que tiene ese discurso.

Manfred Svensson