Tras el espectáculo con el que se inauguraron los juegos olímpicos de París es difícil seguir mecánicamente con las rutinas que nos consumían. En lugar de porfiar para volver a ellas cuanto antes, mejor sería hacer una breve pausa y digerir lo que ahí se puso en escena ante millones de espectadores de todos los rincones del planeta.
El evento se desplegó en el Sena, río en cuyo curso va tomando forma la historia de Francia y, en cierto modo, del mundo entero. No hubo necesidad de escenografía: fue la ciudad misma, con esas obras legadas por generaciones que supieron que en su paso por la vida tenían como deber dejar como legado una belleza eterna. Tampoco guionistas: bastó con refrescar la memoria y revivir los hitos artísticos, culturales, científicos, políticos, tecnológicos y deportivos que dan forma a la civilización de la que nos sentimos parte. Revivir, no rememorar, lo que supone un camino de dos vías: mirar los hitos históricos con los ojos y los recursos técnicos de hoy y hacerlos dialogar con los dilemas actuales, de un lado; del otro, destacar cómo el rostro del pasado se asombra e ilumina ante lo que hoy somos y podemos llegar a ser. De esta doble mirada nace un optimismo con los pies en la tierra.
No fue el clásico acto colonial que apabulla con el peso de una historia magnificente. No fue un homenaje al pasado; antes bien lo fue al futuro, o mejor dicho, a la ruptura de esa caprichosa frontera, de esa desgastante dicotomía, para abrir un espacio donde pasado y futuro conversan sin complejos, con desenfado, incluso con desvergüenza. Es así, mirándolas con nuevos códigos y lenguajes, como el presente se apropia de las tradiciones, y como estas se rejuvenecen y se vuelven inmortales. El símbolo de esta fusión fue el momento en que, sobre el Puente de las Artes, se encuentran Aya Nakamura, popular cantante francesa de origen maliense, con la Guardia Republicana, que ordenadamente se suma a su rap. Pero no fue todo. A los gritos de “libertad, igualdad y fraternidad” nacidos de la revolución, París 2024 agregó “sororidad”, “paridad” e “inclusividad”. Cuando se trata de innovación sabemos que Francia no acostumbra a las medias tintas.
Las cuatro horas del espectáculo estuvieron atravesadas por un homenaje a la diversidad. En todos los planos, pero en especial en el racial y cultural. Los pueblos del mundo entero encontraron un lugar sobre el Sena, en sus ritmos, colores, movimientos, ropajes. “Podemos vivir juntos”, fue el mensaje; o aún más allá: “la diversidad hace a la vida mejor, más inesperada, más aventurera, más alegre”.
Francia celebraba con esto su propia heterogeneidad, en parte herencia de su historia colonial y en parte de las olas migratorias más recientes. En lugar de ocultarla, la presentó ante el mundo como un ingrediente fundamental de su potencia. Imposible no pensar, sin embargo, cómo esto es visto por los habitantes de África y otras regiones que sueñan con la oportunidad de alcanzar Europa para disfrutar de esta diversidad tan celebrada, y se encuentran con las puertas cerradas a machete. Menuda contradicción, de la que no hay país que escape.
La satisfacción del Presidente Macron era inocultable. No le faltaba razón. Con estilo y elegancia, Francia organizó un evento que puso en escena su original visión del mundo y su lugar en él, suscitando de seguro el orgullo ciudadano con su patria. Ni la inestabilidad política actual, ni la polarización, ni el desgaste de su viejo consenso republicano, fueron impedimentos para mostrar cómo se puede fabricar una historia donde el pasado y el porvenir se funden y unen por sobre las diferencias. Merece, por lo mismo, hacer una pausa y aprender de este ejercicio.