Son las 8 p. m. y Cata llega al departamento que arrienda. Ha sido un día largo en la pega, pero Nacho la recibe contento. El can sabe que su dueña es fuente de afecto y alimento. Cata va camino a los 30 y, como muchos adultos jóvenes, está indecisa frente a la decisión de tener hijos. ¿Cuál es la fuente de complicación?
En 1989 había cerca de 140 nacimientos por cada mil mujeres de entre 20 y 29 años en el país. En la actualidad, la cifra no supera los 50. La diferencia es enorme y tiene consecuencias: a comienzos de los 90 se reportaban 300 mil nacimientos al año y el 2023 fueron menos de 172 mil. ¿El 2024? ¿Trae el “año del despegue” más cigüeñas? No. A la fecha continúa el derrumbe y se anticipa una caída anual cercana al 10% en nacimientos.
Existen al menos dos visiones para entender el masivo fenómeno. Parto con la económica.
Hace 65 años, Gary Becker inició una revolución para comprender las decisiones de fertilidad desde la economía. Según él, la persona o pareja evalúa costos y beneficios de la elección. Así, si el mercado laboral no ofrece oportunidades y hay incertidumbre, menor es la demanda por hijos. Y, contraintuitivamente, mayores salarios también pueden tener similar efecto (pues sube el costo de oportunidad). En este caso, eso sí, los bebés nacidos recibirían más atención (inversión). ¿Supuesto clave? Que los hijos “generan” felicidad y que tal preferencia es estable en el tiempo. Estas ideas han permitido comprender la dinámica entre crecimiento y fertilidad a nivel agregado y en el hogar.
La segunda visión es radical y plantea un cambio en las preferencias de los humanos. En simple, se plantea que, dadas las dificultades que toda persona enfrenta en la vida, “el engendrar a un humano es inmoral”. Tal como discute la filósofa Mara van der Lugt en su libro Begetting, el argumento no debe ser descartado a priori. No por ser correcto, sino porque obliga a reflexionar respecto de un extendido movimiento antinatalidad. Entre los adultos jóvenes chilenos que viven los aprietos propios de una década de estancamiento, con violencia y pandemia de por medio, la reflexión cobra relevancia.
¿Se puede amar a alguien que aún no existe? Y luego de “crear” al ser amado, ¿puede ser criado para disfrutar la vida a pesar de las dificultades que esta depara? No existiría especie humana si la respuesta generalizada a ambas preguntas fuese negativa. Sí, hay individualismo exacerbado. Sí, se han desarrollado mercados para calmar y postergar el deseo de amar incondicionalmente a otro humano (ejemplo: el de las mascotas). Sí, a través de las restricciones presupuestarias, una economía disfuncional puede encarecer la decisión de fertilidad. Pero no confundamos las cosas. El humano promedio no ha cambiado tanto.
La duda de Cata es válida, pero abrazar el ideario antinatalidad como una forma de racionalizar las circunstancias, descartando la explicación económica (que ofrece solución), sería un error. El deseo humano por amar al que aún no es concebido es profundo. Lo escribió Neruda: “Entre tú y yo se abrió una nueva puerta/ y alguien, sin rostro aún,/ allí nos espera”.