De los tres procesos electorales de relevancia que nos tocan, dos de ellos aún testimonian la conciencia de lealtad al corazón del sistema democrático. En las elecciones europeas, por más que se trate de un parlamento con escaso poder (y así debe ser), la batuta la maneja todavía una coalición que va de izquierda a derecha clásicas, con el problema de cómo cada una de ellas es fiel a su propia razón de ser y a la vez proporciona gobernabilidad, dilema inalienable a toda democracia de verdad.
En el Reino Unido, la estructura electoral apenas varió. Incluso los dos sectores conservadores alcanzaron unos pocos votos más que los victoriosos laboristas. Se hizo patente que se conserva la lealtad instintiva al sistema; la mayoría laborista no va a emplear su abrumadora cantidad de diputados para cambiar el sistema, lo que solo sucede en países de temperamento bananero. Está por delante el desafío formidable de que el país demuestre dinamismo creativo y establecer una balanza entre la evolución europea, reparando las heridas del atolondrado Brexit, y la Alianza Atlántica, la que sí que va a estar puesta a prueba.
El caso de Francia es más terremoteado. Además, tal como la Europa mediterránea, posee analogías con Chile. Primero se empequeñecieron y casi desaparecieron los socialistas, destacados a lo largo del siglo XX; y también en la última década vino el eclipse de la derecha gaullista, verdadero puntal de la república desde 1958. En la primera vuelta tuvieron un éxito destacado en votos la nueva derecha nacionalista, reactiva y a veces más que tosca, de los Le Pen. Que ella pueda asumir el papel (o función) del gaullismo es la gran pregunta del futuro inmediato. Y luego, si bien no en votos pero sí en diputados a la Asamblea Nacional, las cosas se revirtieron. ¿El resultado? La Francia política quedó dividida en la Asamblea en tres tercios irreconciliables entre sí. Los macronistas, aplastados en el proceso electoral, se recuperaron algo. En la izquierda renovada, lo mismo sucedió con los socialistas. Pero “la llevan” los “insumisos” (estilo chavista); y en votos sin duda Le Pen, por ahora aislada por el resto. Confieso, le he tenido simpatía a Macron. Intentó dar la necesaria vuelta de tuerca al sistema. Es de recomendar su entrevista al Economist hace un par de meses, un europeo que ve las cosas claras. Lo que es cierto, al disolver la Asamblea el tiro le salió por la culata y se lo van a cobrar.
Valga una digresión y viajar a la Alemania de Weimar, porque es el caso clásico de autodestrucción electoral por parte de un sistema democrático. En 1930 el canciller Heinrich Brüning (de centro, católico), por perder la mayoría disolvió el parlamento (Reichstag), visto después como error garrafal. Los nazis, de ser una minoría minúscula saltaron al segundo lugar y se convirtieron en foco de atención europea. Brüning, constitucionalmente, gobernó por decreto, lo que deterioró el parlamentarismo. En 1932, nazis y comunistas sumados eran más de la mitad de los votos y diputados (representación proporcional); una intriga derribó a Brüning y después casi todo fue preparación para el fin de la democracia. Desde julio de 1932 no podía haber mayoría, solo decretos, hasta producirse el descalabro.
La lealtad al sistema no es algo que se pueda fabricar o susurrar como una campaña publicitaria. Solo arraiga en evolución y aprendizaje. No es necesariamente centro político. Se trata de ese inmaterial y hasta casi indefinible corazón que permite la conservación de la estabilidad aunada al cambio. Es una costumbre que brota de un instinto educado según la creatividad de una civilización.