Lula da Silva no tiene la popularidad de antaño, pero no se puede quejar: el 54 por ciento de los brasileños aprueba su manera de gobernar y su popularidad subió tres puntos en junio. Quizás se deba a la guerra que le declaró al presidente del Banco Central, empeñado en que este baje las tasas de interés, a las que culpa de los problemas económicos. Es que la economía importa, en especial cuando Lula se prepara para las municipales de octubre, con miras a las presidenciales de 2026, en las que buscaría un cuarto mandato.
Ya casi nadie se acuerda de que Lula pasó meses en la cárcel, condenado por corrupción, y que Lava Jato —la operación contra la trama de sobornos más grande descubierta en Brasil, que involucró a Petrobras y a las principales constructoras— sigue dejando esquirlas en toda América Latina. Por estos días, en Perú, Keiko Fujimori enfrenta un juicio por supuestos sobornos recibidos en la época en que Lula recorría la región acompañado de los principales ejecutivos de empresas que, como Odebrecht y OAS, repartían billetes para ganar licitaciones de obras públicas.
Tras años de investigaciones, decenas de acusados, cientos de acuerdos de delación compensada y varias condenas, todo volvió a la “normalidad” y los brasileños ya no se inquietan por los remezones de Lava Jato. Las empresas se reestructuraron luego de acuerdos judiciales que las obligaron a enmendar sus gobiernos corporativos. Odebrecht, una de las más involucradas, hasta cambió su nombre —hoy se llama Novonor—, en tanto su expresidente, Marcelo Odebrecht, que pasó varios años en la cárcel tras confesar que pagaron sobornos por 350 millones de dólares a 415 políticos de 26 partidos, está libre.
En parte, el “olvido” es posible porque la justicia brasileña ha borrado la huella de esos escándalos. Primero se anuló el juicio que sentenció a Lula (por razones técnicas: se hizo en Curitiba y no en Brasilia, y luego los delitos prescribieron), después se invalidaron las pruebas y las condenas a otros implicados; además, se renegociaron las multas. El mes pasado, el Tribunal Supremo suspendió todos los juicios, condenas y multas de Marcelo Odebrecht, argumentando faltas al debido proceso. La decisión del juez Sergio Moro de entrar en política contribuyó a que su gestión se desprestigiara. Y también está la insistencia de Lula en que todo fue un gran tongo, perpetrado por jueces y fiscales coludidos con EE.UU., los que “nunca aceptaron que Brasil tuviera una empresa como Petrobras”.
Sin embargo, el hecho es que la corrupción en Brasil sigue siendo un problema casi institucionalizado, que queda a la vista con decisiones como la de los diputados que recién aprobaron una amnistía a los parlamentarios por irregularidades cometidas desde 2015 en sus declaraciones de gastos de campaña. Y, además, están las llamadas “enmiendas Pix”, transferencias de fondos del gobierno de Lula a los parlamentarios para usarlos en sus distritos, sin evaluación de proyectos ni rendición de cuentas. Aun así, Lula asegura que la corrupción está controlada.