En una notable columna de David Gallagher, publicada el miércoles, se refiere al avance de la vejez, porque —como él muy bien advierte— vivimos cada vez más y va cayendo la tasa de natalidad. Gallagher recuerda esa novela en cierto sentido escalofriante de Adolfo Bioy Casares, “Diario de la guerra de los cerdos”, en que los jóvenes salen a matar viejos, a enfrentar la “dictadura de los viejos”. Recuerdo haber entrevistado a Bioy Casares en su visita a Chile, ya anciano, un Bioy Casares absolutamente lúcido, pero que tuvo que viajar con una acompañante que lo cuidaba. Un verdadero príncipe, culto, refinado, hablar con él era conversar con toda una época de oro de la cultura argentina. Un narrador que está siendo recuperado por jóvenes lectores. Me imagino que si los jóvenes porteños hubiesen salido de verdad a matar viejos, lo habrían salvado a él en primerísimo lugar.
Hay una forma más silenciosa y actual de matar a los viejos: abandonarlos. Y por eso uno se alegra de que una joven documentalista como Maite Alberdi haya puesto su mirada atenta sobre los viejos de un hogar de ancianos (en “El agente topo”). En Estados Unidos, probablemente, muchos jóvenes demócratas deben estar sintiendo un odio al “viejo” Biden, un resentimiento por la incapacidad de la élite demócrata de no haberles dado espacio a los más jóvenes, de no haber activado el “tiraje de la chimenea”. Hay, desde luego, algo razonable en esa molestia. En Chile, nos sucede exactamente lo contrario: los jóvenes, con una velocidad sorprendente, tomaron casi por asalto el poder y me parece ver incubarse en una parte de la población el odio inverso: el resentimiento por unos jóvenes soberbios que nos gobiernan, que se las “saben todas” y que han despreciado sin piedad a sus padres políticos, demonizando todo lo que hicieron. Es verdad que también la “efebofilia” (la idolatría por lo joven) se ha apoderado de varios intelectuales y políticos locales, hasta el punto de perdonárselo todo a los jóvenes; en algunos casos, esa efebofilia puede llegar al límite de lo patético.
Sócrates buscaba la conversación con los jóvenes, pero no para consentirlos en sus prejuicios, sino para desconcertarlos, y obligarlos a pensar y no repetir ideas hechas. Consignas, diríamos hoy. Pero me parece que, más fuerte que la efebofilia, está creciendo hoy su contrario, la “efebofobia”. ¿Enfermedad de viejos amargados? A estas alturas, en muchos sentidos, hartazgo. Por supuesto, muchas veces inconfesado. En la calle, se escucha mucho este comentario: “Se las sabían todas, y han demostrado incompetencia e inoperancia”. El otro día, caminaba por la avenida Providencia con un amigo de unos cincuenta años y nos dimos cuenta de que nos habíamos topado con muchísimos jóvenes sin hijos, pero con perros. “Ya no quieren tener hijos”, me dijo. Mi amigo me comentó que la moda era hoy, entre muchos jóvenes, adoptar a los perros como hijos: los “perrijos”, les llaman. “Molestan y dan menos trabajo que los niños”, agregó. Su monólogo continuó: “Una parte no menor de esta generación no va a tener la experiencia y el desafío de tener hijos, no van a experimentar la finitud y la rebelión de sus descendientes, parece que quieren que el mundo empiece y termine con ellos, y quieren todo fácil”. Sentí que su tono se había vuelto más molesto y preocupado. “El tema de muchos de ellos son sus mascotas, elevadas a la categoría casi de personas”.
Tal vez sea un juicio un poco injusto y que no haya que meter a todos los jóvenes en el mismo saco. ¿Estamos ante una fractura generacional definitiva? Eso sí, en esta “guerra de los cerdos” (para usar la imagen de la novela de Bioy Casares), los mayores llevan las de perder: a estos jóvenes (aunque no se reproduzcan mucho) les quedan muchos años por delante y la memoria de los pueblos es lábil y frágil. Pero cada vez habrá más viejos (que voten). ¿Quién ganará esta guerra o quién logrará un armisticio en que viejos y jóvenes se miren y se escuchen, más allá de los años?