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Jueves 18 de julio de 2024
No soy filósofo
"No solo a la filosofía se le ha extendido alegremente un precipitado certificado de defunción, sino a veces también a la Modernidad, a la democracia, al Estado, a la política, al arte, a las religiones".
Excusen la autorreferencia, pero acabo de publicar un breve libro titulado “Filosofía”, y reconozco que hay quienes suelen presentarme como “filósofo”. Sin embargo, la verdad es otra: ni filósofo ni tampoco filósofo del derecho, sino profesor de filosofía del derecho. Llegados a cierta edad se tiene que saber muy bien qué es uno, y pongo “qué” y no “quién”, puesto que cada individuo es varios a la vez: somos ese “baúl lleno de gente” al que aludió Antonio Tabucchi.
Todavía más: en un congreso internacional de filosofía del derecho, al dar inicio a mi ponencia aludí a la condición de editor antes que a la de autor, que también tengo en ese campo, y en medio de la platea rebosante de público, sentado en medio del gran auditorio y en el centro mismo de una de las filas, un estimable colega chileno asintió a mis palabras repetidas veces y con gesto enérgico, como queriendo no dejar dudas a ninguno de los presentes, partiendo por el ponente, que no estaba pasando gato por liebre.
La filosofía, esa vieja actividad cuyo inicio bajo ese nombre se remonta a la Grecia antigua —“bajo ese nombre”, decimos, puesto que filosofía hubo mucho antes de que se adoptara esa denominación—, la filosofía —continuamos— forma parte de lo que se identifica y explica como “Humanidades”. De esto último no hay dudas, como tampoco la hay de la contradictora suerte corrida por la filosofía. Esta, desde siempre, ha recibido tanta aprobación como rechazo, y nuestro filósofo Jorge Millas ilustró muy bien esas dos reacciones tan intensas como contrapuestas: la antigüedad clásica —nos dijo—, que tanta honra concedió a la inteligencia, trató a Platón como una figura casi divina, a la vez que no vaciló en condenar a muerte al más íntegro de los filósofos, Sócrates.
Entonces, a la filosofía, y desde antiguo, se le han hecho cuentas muy dispares, tanto que no pocos filósofos han concurrido bastante a menudo a decretar la muerte de la filosofía, si bien siguen cobrando mensualmente en los departamentos o institutos de filosofía dispersos por el mundo. Bueno, no solo a la filosofía se le ha extendido alegremente un precipitado certificado de defunción, sino a veces también a la Modernidad, a la democracia, al Estado, a la política, al arte, a las religiones, y no pare usted de contar. Hay varios oficios fúnebres en pleno desarrollo, aunque se ignora si alguno de los ocupantes de los distintos féretros no estará solo en estado de catalepsia.
Jorge Millas no pretendió dar una definición de filosofía cuando dijo que esta consistía en “poner en tensión la inteligencia y pensar hasta el límite de nuestras posibilidades”. También podría ser solo “hacia el límite…”, para no ilusionarse con que algún filósofo haya completado realmente el camino. Poner en tensión la inteligencia, más no para abrumarnos (bueno, eso también, por descontado), sino para permanecer en estado de alerta. Tensar la inteligencia al modo de un delgado cable de acero que se toma por sus extremos y se le estira con máximo esfuerzo hasta que emita un leve sonido o, quizás, hasta un destello de luz.
Según se repite a menudo, filosofar equivaldría a la búsqueda en un cuarto oscuro de un gato negro que no existe. Es seguro que no se encontrará nunca al gato, pero es probable que filosofar permita hallar otras cosas, si bien para esto necesitaríamos abandonar los lugares comunes, desechar la obviedad, sacudirse de los prejuicios, poner distancia de la irracionalidad, mantener a raya los intereses personales, y dejar de beber la leche materna que nos dieron cuando aún carecíamos de juicio.
Poner atención a la filosofía forma parte principal de las Humanidades y la desvalorización de aquella corre a parejas con la de estas.
Todavía más: en un congreso internacional de filosofía del derecho, al dar inicio a mi ponencia aludí a la condición de editor antes que a la de autor, que también tengo en ese campo, y en medio de la platea rebosante de público, sentado en medio del gran auditorio y en el centro mismo de una de las filas, un estimable colega chileno asintió a mis palabras repetidas veces y con gesto enérgico, como queriendo no dejar dudas a ninguno de los presentes, partiendo por el ponente, que no estaba pasando gato por liebre.
La filosofía, esa vieja actividad cuyo inicio bajo ese nombre se remonta a la Grecia antigua —“bajo ese nombre”, decimos, puesto que filosofía hubo mucho antes de que se adoptara esa denominación—, la filosofía —continuamos— forma parte de lo que se identifica y explica como “Humanidades”. De esto último no hay dudas, como tampoco la hay de la contradictora suerte corrida por la filosofía. Esta, desde siempre, ha recibido tanta aprobación como rechazo, y nuestro filósofo Jorge Millas ilustró muy bien esas dos reacciones tan intensas como contrapuestas: la antigüedad clásica —nos dijo—, que tanta honra concedió a la inteligencia, trató a Platón como una figura casi divina, a la vez que no vaciló en condenar a muerte al más íntegro de los filósofos, Sócrates.
Entonces, a la filosofía, y desde antiguo, se le han hecho cuentas muy dispares, tanto que no pocos filósofos han concurrido bastante a menudo a decretar la muerte de la filosofía, si bien siguen cobrando mensualmente en los departamentos o institutos de filosofía dispersos por el mundo. Bueno, no solo a la filosofía se le ha extendido alegremente un precipitado certificado de defunción, sino a veces también a la Modernidad, a la democracia, al Estado, a la política, al arte, a las religiones, y no pare usted de contar. Hay varios oficios fúnebres en pleno desarrollo, aunque se ignora si alguno de los ocupantes de los distintos féretros no estará solo en estado de catalepsia.
Jorge Millas no pretendió dar una definición de filosofía cuando dijo que esta consistía en “poner en tensión la inteligencia y pensar hasta el límite de nuestras posibilidades”. También podría ser solo “hacia el límite…”, para no ilusionarse con que algún filósofo haya completado realmente el camino. Poner en tensión la inteligencia, más no para abrumarnos (bueno, eso también, por descontado), sino para permanecer en estado de alerta. Tensar la inteligencia al modo de un delgado cable de acero que se toma por sus extremos y se le estira con máximo esfuerzo hasta que emita un leve sonido o, quizás, hasta un destello de luz.
Según se repite a menudo, filosofar equivaldría a la búsqueda en un cuarto oscuro de un gato negro que no existe. Es seguro que no se encontrará nunca al gato, pero es probable que filosofar permita hallar otras cosas, si bien para esto necesitaríamos abandonar los lugares comunes, desechar la obviedad, sacudirse de los prejuicios, poner distancia de la irracionalidad, mantener a raya los intereses personales, y dejar de beber la leche materna que nos dieron cuando aún carecíamos de juicio.
Poner atención a la filosofía forma parte principal de las Humanidades y la desvalorización de aquella corre a parejas con la de estas.