El atentado contra Trump, de 78 años, ha desplazado la discusión sobre la edad de Joe Biden, a sus 81. Pero a menos que Biden renuncie, el tema volverá. Él seguirá sometido al más despiadado escrutinio. Y si renuncia, ese escrutinio será dirigido a Trump, solo tres años menor, porque Trump también incurre en deslices, por mucho que los disfrace con avasallador aplomo.
La vejez, claro, es uno de los grandes temas de nuestros tiempos, porque vivimos más y más, y va cayendo la tasa de natalidad. ¿Cómo se financia un mundo en que los viejos son mayoría? ¿Un mundo en que al mismo tiempo los políticos temen subir la edad de jubilación, para que no les pase lo de Macron: protestas violentas por osar subirla de 62 a 64?
Ojalá no sea demasiado profética la visión del “Diario de la guerra del cerdo”, novela publicada por Adolfo Bioy Casares en 1969, a un año de las insurrecciones juveniles, que partieron en París en mayo de 1968 y que se extendieron por todo el mundo. En la novela, los jóvenes de Buenos Aires se alzan contra los viejos y los matan. En parte es una guerra de liberación, porque con la creciente longevidad que ya se da en esa época, “se acaba la dictadura del proletariado para dar paso a la dictadura de los viejos”. También es una guerra psicológica. “En esta guerra —escribe el narrador—, los chicos matan por odio contra el viejo que van a ser”. Pero el tema de la dictadura de los viejos no es menor. En Estados Unidos se habla ya mucho de gerontocracia. No solo en la contienda presidencial. Hay senadores viejísimos y los jueces de la Corte Suprema son vitalicios: en teoría, pueden seguir allí pasados los 100.
Está claro que urge subir la edad de jubilación en el mundo. Los viejos tienen —tenemos— que trabajar más. Pero sabiendo en qué. Sabiendo que hay una edad para todo. Los que vimos a Alcaraz, de 21 años, derrotar a Djokovic, de 37, en la final de Wimbledon, entendimos que Alcaraz tiene para rato y que a Djokovic le queda poco, porque está casi en el límite de edad para un campeón de tenis. Para ejercer finanzas corporativas en Wall Street ese límite es más alto, pero rara vez supera los 60, por lo estresante que es el trabajo. ¿Cómo es que no hay edad máxima, entonces, para ser presidente de Estados Unidos, quizás el puesto más estresante e importante del mundo? ¿Cómo puede haber candidatos presidenciales con capacidad cognitiva disminuida?
Claro que no es solo tema de edad. Adenauer fue un gran Canciller ochentón de Alemania; estuvo hasta los 87 en el cargo. Reagan, viejo, aunque menos que Biden o Trump, fue un gran presidente. En cambio, Roosevelt, quien murió en abril de 1945, de una masiva hemorragia intracerebral a los 63, fue tan débil frente a Stalin debido, se cree, a su mala salud —le permitió a la Unión Soviética apoderarse de toda Europa Oriental—, que en Estados Unidos cambiaron la Constitución para que un presidente se reeligiera solo una vez y no tres, como él.
¿Habría entonces que exigirles pruebas cognitivas a todos los candidatos a la presidencia, sea la que sea su edad? Biden, por cierto, ha rehusado someterse a una.
Se supone que las tribulaciones cognitivas de la vejez son compensadas por ganancias en sabiduría. Desde ya la sabiduría de saber cuándo irse, saber cuándo algo ya no es para uno, saber que ya basta con la obra realizada. A Biden esa sabiduría le ha faltado. Al contrario, cree que su obra está a mitad de camino. A cada rato dice que tiene que reelegirse “to finish the job” —para terminar con “la tarea”—. Con esa actitud no hay tarea que se acabe.
Una lástima, porque la vejez, para el que la acepta, es una época magnífica. La libertad que da. Y los recuerdos que tanto nos enriquecen. Recuerdos voluntarios e involuntarios, despertados de repente, estos últimos, por un olor, un sonido, una esquina, aquellos que Proust celebraba porque borran el tiempo y nos unen a los que éramos, dándonos un atisbo de eternidad.