La alternancia en el poder es una parte esencial de la democracia; catorce años de gobierno puede ser un tiempo muy largo y no necesariamente o siempre conveniente. En este sentido, el triunfo del Partido Laborista en la reciente elección en el Reino Unido ha sido recibido, en general, como una buena noticia para sus habitantes. Un cambio de gobierno reafirma la conveniencia de mantener contrapesos y equilibrios al poder, para que este sea sometido cada cierto tiempo al escrutinio público. Es muy probable que en una democracia representativa convivan partidos más liberales, los cuales promueven la libertad como eje central de sus políticas, junto a otros, de carácter socialdemócrata, que luchan por mayores grados de igualdad. Que ambos puedan alternarse en el gobierno, sin amenazar la estabilidad, garantiza la representación de los diversos intereses y opiniones existentes; introduce perspectivas diversas para enfrentar los problemas públicos, y permite la competencia entre las fuerzas políticas y con ello más innovación en las ideas y estrategias para enfrentar problemas. También, es importante que los votantes puedan expresar su descontento con el partido en el gobierno y por eso, tras varios desatinos del Partido Conservador inglés y su actual división y confusión, es positivo el advenimiento de sir Keir Starmer al poder.
Ahora bien, ello solo ha sido posible en virtud de la evolución que el nuevo Primer Ministro ha introducido en el laborismo, reforzando su matriz socialdemócrata a expensas del ala más de izquierda de raíz marxista. Al asumir, Starmer eligió subrayar ante todo su moderación, y explicitó: “yo represento la moderación y la estabilidad y hay que reconocer que debemos cambiar el camino” y convocó a sus huestes a “mostrar que este partido ha cambiado y gobernaremos para cada persona de este país”. Su lema es “Country first, party second” (el país primero, el partido después) y agregó: “Si Ud. votó laborista o no, de hecho muy especialmente si Ud. no lo hizo, le digo derechamente que mi gobierno lo servirá a Ud.”.
Un análisis de la reciente votación permite calibrar el clima de opinión que prima en el país y así es posible afirmar que no hay una izquierdización de la población y que, de no mediar esta transformación, los laboristas no habrían ganado la elección. En los hechos, ellos obtuvieron únicamente el 33,8% de las preferencias, lo cual es menor al porcentaje obtenido por los socialistas en 2017 y apenas 1,6% más que en 2019. Todo ello, además, en una votación con la tercera mayor abstención de los últimos años. Los conservadores, por su parte, obtuvieron el 23,7% de los votos, el electorado de derecha del nuevo partido Reform el 14% y los liberales demócratas el 12,2%. Esto significa que los electores que se pueden definir como de centroizquierda son una minoría en el Reino Unido. Es más, en el Partido Conservador los parlamentarios elegidos fueron los que se sitúan más a la derecha, mientras los más centristas perdieron sus asientos.
Las razones que explican el cambio de gobierno, entonces, son, primero, la nueva moderación laborista y muy especialmente del propio Starmer; el descenso de los partidos nacionalistas escoceses que reforzaron el voto laborista; la división de la derecha con el surgimiento del nuevo partido Reform y el natural hastío con el partido que, tras 14 años y varios desaciertos, tenía pocas probabilidades de éxito. Pero ello no significa una adhesión ideológica a los postulados de izquierda, lo cual augura que el Primer Ministro podrá cumplir su compromiso con la moderación.
El gran desafío para los tories es definir si su identidad calza con las tendencias derechistas de Reform, o bien debe reforzar su vocación centrista, europeísta y definir en nuevos términos qué significa ser conservador en el siglo actual.