Desde que Federico Gil publicara en 1966 su libro “El sistema político de Chile”, muchos politólogos han analizado la conformación y las dinámicas del sistema de partidos chileno a la luz de las semejanzas y diferencias con el europeo continental, en especial el francés. Como convergencias han destacado el amplio arco ideológico, el pluralismo, la competencia, la formación de coaliciones para disponer de mayorías para gobernar, y una notable capacidad de adaptación y respuesta a las nuevas demandas culturales, sociales y políticas. El hecho de que tras la dictadura renaciera casi idéntico al pre-1973 se interpretó como una confirmación de la tesis Gil. Por lo mismo, para entender la política chilena de hoy y su proyección, conviene mirar lo que sucede con ella en el Viejo Continente.
Tres quiebres marcan la evolución reciente del escenario político europeo: la caída del Muro, en 1988; de las Torres Gemelas, en 2001, y de la euforia capitalista, en 2008. El primero terminó con el comunismo y la Guerra Fría; el segundo trajo de vuelta a la historia, con sus guerras, movimientos migratorios, intolerancias y miedos proverbiales, y el tercero hizo trizas la globalización del sueño americano.
En la izquierda desaparecieron los poderosos PC de antaño. En las elecciones del domingo, por ejemplo, el secretario general de los comunistas franceses no pasó siquiera a la segunda vuelta. Gracias a la “tercera vía” y otras fórmulas de adhesión a un capitalismo con rostro más humano, la socialdemocracia ha corrido mejor suerte, pero eso les valió la ruptura con la nueva generación. Parte de ella se sumó a las filas del ecologismo, como en Alemania y Francia; o a corrientes populistas, como el M5S en Italia; o bien formó una izquierda alternativa, como Podemos en España. De esto queda poco: el ecologismo perdió su impulso, el humorista Beppo Grillo dejó la política y el académico Pablo Iglesias regenta un bar en Lavapiés. Entre tanto, la vieja socialdemocracia ha mostrado un inesperado talento para forjar coaliciones con grupos nacionalistas y ambientalistas. Prueba de ello es el PSOE de Sánchez y el PS francés con el Nuevo Frente Popular, que alcanzó un resultado bastante satisfactorio el pasado domingo.
La derecha histórica dejó de ser una opción de poder. Oscila entre la irrelevancia, como en Francia; la satelización, como en Italia, o el oposicionismo testimonial, como en España. A su vez, los intentos de crear un “nuevo centro” no han prosperado. Así fue en España con Ciudadanos, y ahora en Francia con el macronismo, relegado al tercer lugar en las recientes elecciones.
Quien pone la música es la ultraderecha. La desindustrialización y la inmigración, más la astucia de Meloni y Le Pen borrando las huellas fascistas, autoritarias, proteccionistas y euroescépticas, y a la vez moderando su ímpetu en la guerra cultural (por ejemplo, contra el aborto), le han permitido derrumbar el “cordón sanitario” y atraer electores de todas las capas y territorios.
Meloni controla cómodamente un arco que va del nacionalista Salvini a la vieja democracia cristiana. Ahora es el turno de Le Pen. Con su partido encabezado por un joven de 28 años, se presentó en las legislativas con un programa que no rompe con el establishment, pero introduce medidas como reservar los puestos estratégicos del Estado a franceses, sacar la inmigración del ámbito comunitario, un “big-bang de autoridad” en las escuelas (comenzando con el fin de los teléfonos móviles y la obligación del uso de uniforme), reponer el rol estructurante de la energía atómica, y proteger la agricultura llamando a “comer francés”. Obtuvo una clara mayoría con un tercio de los votos, su máximo histórico. Esto la deja a las puertas de Matignon y el Elíseo, salvo que se produzca el milagro con el que sueña Macron de crear un gran frente republicano. Difícil.
Si se acepta la tesis Gil, los actores políticos locales harían bien en prestar atención al desplazamiento de capas tectónicas que se viene produciendo en la escena europea. Él anticipa su propio destino.