Me proponía con serenidad comentar en algunas líneas las reflexiones que me surgieron de una lectura de “De la brevedad de la vida”, de Lucio Anneo Séneca, cuando me sorprendieron circunstancias adversas. El temporal de lluvias copiosas acrecentó un estero que corre vecino a mi casa y debí evacuarla —con Séneca en mi maletín— mientras anochecía. Cuando se publiquen estas líneas sabré los tristes resultados de la inundación.
Séneca convierte el mal uso del tiempo propio en el eje de su visión de la vida lograda. Para el filósofo romano (nacido en Córdoba), la vida, en contra de la opinión vulgar y de la gente ilustrada, no es breve en sí misma, sino que solo lo es para aquel que malgasta el tiempo en lo ajeno. El libro es un ejercicio retórico bello y aplastante por su fuerza persuasiva, sobre todo, en la puesta en evidencia de las distintas maneras que puede adoptar la vida malograda e inauténtica entre los ricachones, poderosos y exitosos. En general, puede decirse que, para él, pierde el tiempo y acorta sus días quien vive ocupado y preocupado; en cambio, la gana e incluso suma vidas ajenas quien la dedica al ocio, a la búsqueda de la sabiduría, frecuentando a los verdaderos amigos, los sabios. Es hermoso este pensamiento: “A vivir hay que aprender toda la vida —dice— y, lo que quizá te admire más, hay que aprender a morir toda la vida”.
Parece Séneca pensar, no obstante, que somos libres de escoger una u otra forma de vida y no lo hacemos solo por obcecación, por ceguera y vana insensatez hacia el valor del tiempo propio; reconoce, empero, que no solo es asunto de conocimiento y hace patente que existen personas que están conscientes de la disyuntiva, anhelan el ocio, pero se ven forzados a postergar la dedicación al mismo y no les queda sino contentarse con la pálida expectativa. A veces se echa en falta una mayor dedicación del filósofo a esta certera intuición sicológica.
También resulta certero cuando Séneca no fustiga solo a los permanentemente ocupados, sino que descubre que puede darse un ocio repleto de ocupaciones.
Siento simpatía, con todo, por muchos de quienes van perdiendo el tiempo por la vida, quizás porque me siento uno más de ellos y tan próximas y humanas sus dilaciones, y también porque la pérdida de tiempo tiene sus nobles frutos. Las argumentaciones de Séneca me parecen a veces de una sensatez casi exasperante en su belleza, como si se dedicara a recordarnos al oído verdades que ya conocemos —tiene razón, demasiada razón— y no podemos llevar a cabo no por cuestión propia, sino por malditas circunstancias adversas.