Es verdad que, por una simple comprensión de la estructura súper profesionalizada que opera hoy en la élite del fútbol mundial, es imposible aspirar que, en torneos de selecciones nacionales, estas tengan en sus bancas a lo más granado de la casta de entrenadores.
Si bien hace años era posible ver algunos DT haciendo la doble función de estratega de club y jefe técnico de su país (en Chile, Luis Santibáñez, Orlando Aravena y Arturo Salah fueron los últimos ejemplos de esta superposición), hoy es una utopía que ello ocurra.
Por eso es que se entiende que en los torneos de selecciones —como la Eurocopa ya lo está mostrando y de seguro la Copa América lo mostrará— no se observen revoluciones o propuestas técnicas, sino solamente tendencias.
Claro. Seguramente si España fuera dirigido por Guardiola, Alemania por Klopp, Italia por Ancelotti, Francia por Zidane y Portugal por Mourinho, por poner algunos ejemplos, no se alcanzaría en el breve plazo a observar sus manos. Pero es un hecho que, a la larga, sí habría un sello indeleble de sus pensamientos en sus respectivos equipos nacionales que harían que los torneos continentales y mundiales fueran mucho más interesantes.
Algo hay que cambiar para se logre esta inserción técnica. Y el ejercicio es para todos. También para el caso de Chile.
El único entrenador nacional que está hace años en la élite técnica mundial, Manuel Pellegrini, no ha tenido —y cada vez es más difícil pensar que tendrá— un protagonismo a cargo de la Roja de cara a un torneo internacional.
Más allá de que Pellegrini tenga ciertas y fundadas críticas a la casta dirigencial por ser incapaz esta de establecer mínimos fundamentos para hacer un proyecto serio y sostenible en el tiempo, el entrenador de Real Betis no siente la motivación para exponer su ideario en escenarios donde solo importa la ganancia inmediata y no la proyección. El discurso de la dirigencia, en ese sentido, no es seductor para un entrenador de su talla.
Ricardo Gareca así lo indica: él dice que fue contratado con el único objetivo de clasificar a Chile al próximo Mundial y, por lo tanto, todo lo anexo a él, aunque sea incluso satelital y próximo (las selecciones menores que lo pueden nutrir de jugadores a futuro para el equipo que dirige hoy, encontrar un estilo de juego que identifique), no es foco de su atención.
Una realidad que puede ser incómoda, pero, al fin y al cabo, redunda en que, a pesar de la gloria eterna que puede significar para un entrenador de nivel sobresaliente alcanzar un título continental o mundial con su propio país, deje de lado esa opción competitiva y prefiera refugiarse solo en sus proyectos personales en los clubes. Ahí ganan plata y un cierto prestigio sin tener que asociarse a concepciones más profundas.
Mala cosa. Al final, todos pierden. Por cierto los hinchas, los futboleros, los que consumen y se fijan en las formas y en los fondos de los equipos y que solo constatan en los torneos y eliminatorias si su equipo nacional es del estilo de Guardiola, se parece al de Klopp, o juega como Pellegrini.
Y claro, pierden los propios entrenadores por restarse de escenarios que, a la larga, son los que quedan en la historia.