El Evangelio, reconocido incluso por no creyentes como un repositorio de sabiduría humana, sentencia que “un reino dividido internamente no puede subsistir”. El expresidente Piñera, durante sus gobiernos, se refirió reiteradamente a la importancia de buscar acuerdos y actuar en conjunto, porque unidos, los chilenos todo lo podíamos; pero enfrentados, fracasábamos. El Presidente Boric, después de dos años viviendo una experiencia límite, como lo es estar a cargo del destino de millones de sus compatriotas, ha suavizado su retórica confrontacional y en sus últimas intervenciones su principal interpelación ha sido la búsqueda de aquellos propósitos que, a pesar de nuestras serias divergencias, todavía tenemos en común.
Esto pone sobre la mesa un problema que es central a nuestra actual encrucijada y que subyace a todas las disyuntivas que enfrentamos. Somos un país profundamente fragmentado respecto de cómo organizarnos política, social y económicamente, en visiones que muchas veces parecen absolutamente irreconciliables. Frente a esto hay solo dos posibilidades: una, adoptar caminos que lleven al triunfo de una sobre otra, lo cual implica la derrota y deslegitimación de un vasto sector de chilenos y posiblemente el uso de métodos coercitivos o violentos. La otra nos asegura una convivencia civilizada dentro de márgenes de paz y entendimiento.
Es evidente que los desacuerdos son centrales a la democracia y mayores aún en las sociedades complejas que caracterizan la modernidad. La gracia de un sistema democrático es precisamente que entrega instrumentos para resolverlos dentro de un marco institucional. Convivir con los conflictos significa aceptar la libertad para disentir, para expresar opiniones diversas sin pagar costos por ello y para exigir responsabilidad (accountability) a los gobiernos. Ahora, cuando los desacuerdos se refieren a las reglas fundamentales para organizar nuestra convivencia, entramos en una situación en que los márgenes del disenso han sobrepasado los límites aceptables en una democracia. Y, desgraciadamente, ello es lo que ocurrió en nuestra experiencia reciente. En palabras más claras, cuando el imperio de la ley se reemplaza por la aceptación explícita o implícita del uso de la violencia; cuando se descalifica al adversario; cuando se vulneran los derechos de las minorías (por ejemplo, el derecho de los médicos a rechazar la práctica de abortos si ello violenta sus conciencias); cuando se inhibe o limita la libertad de expresión bajo el pretexto de contener la desinformación, o porque se estima que hay causas superiores que justifican la cancelación de ciertas opiniones; cuando se amenaza con debilitar la independencia del sistema judicial, los equilibrios y contrapesos al poder, o terminar con la igualdad ante la ley, como lo hizo el proyecto constitucional promovido por la coalición gobernante, entramos en peligrosos terrenos pantanosos.
Delimitar la actual polarización y reconstruir esos acuerdos que primaron durante los 30 años de nuestra historia reciente que nos dieron gobernabilidad, estabilidad, convivencia social pacífica, objetivos comunes, sentido de pertenencia y de identidad más compartidos, son imperativos que no deberíamos eludir.
Ahora, para ello no basta una retórica de conciliación, pues exige ciertos requisitos: honestidad intelectual para no distorsionar los argumentos contrarios y empatía para crear un clima de armonía recíproca. No es coherente llamar a entendimientos a la oposición y al mismo tiempo descalificar su vocación democrática o su respeto de los derechos humanos. Tampoco lo es introducir a la discusión aquellos asuntos más divisivos, como el aborto y la eutanasia, que afectan las creencias más profundas de una parte importante de la población.