Si en el siglo XX la política estuvo marcada por la lucha de clases, en lo que va de este siglo parece más tener que ver con la identidad que con la relación con los medios de producción. Si la izquierda se concibió aquí y allá como el bando de los trabajadores —sus partidos se llamaron laboristas—, hoy ese bando sustenta a los Trump y las Le Pen. El debate sobre la propiedad y la distribución parece haber pasado a segundo plano; hoy se lucha por la comprensión de la identidad nacional y la cultura.
¿Cómo fue que aquellos que se beneficiarían de la redistribución, los que supuestamente se unirían en la internacional (“los trabajadores no tienen patria”, decían Marx y Engels), son hoy quienes, con recelo, más bien defienden la unidad cultural de la nación?
Marx y Engels no se equivocaron en que “la burguesía, al explotar el mercado mundial, [daría] a la producción y al consumo de todos los países un sello cosmopolita” y que “el moderno yugo del capital… [borraría] todo carácter nacional”. Las formas de producción y consumo se difundieron por el mundo, “y lo que acontece con la producción material, acontece también con la del espíritu”. Efectivamente, la globalización económica y cultural es un sello de nuestro tiempo y ha traído enorme riqueza. Pero, aunque sus ganancias excedan con creces sus pérdidas, estas se concentraron en grupos acotados, pero desfavorecidos, que no fueron compensados y que políticos oportunistas han sabido azuzar.
A la vez, el sello cosmopolita de la globalización ha difuminado o, incluso, menospreciado, las identidades nacionales, sin ofrecer alternativa al deseo humano de pertenencia. Ello es aún más conflictivo ahí donde la inmigración es importante. Como plantea Francis Fukuyama, la pulsión identitaria entra en conflicto con la idea liberal del valor universal del ser humano: es más emocionante ser un americano, un francés, un húngaro, que un ser humano genérico.
Como otra prueba más de la enorme sofisticación del animal humano, los perdedores de la globalización (o los políticos que han sabido leerlos) han conducido su descontento menos hacia las demandas por compensaciones económicas que a las batallas culturales.
Para Fukuyama, el Estado liberal necesita de la nación, de esa comunidad imaginada. Pero mientras a la izquierda identitaria se le escapa la nación, porque entiende la identidad desde la experiencia de la raza, el género o la sexualidad, la derecha nacionalista quiere atarla a cuestiones fijas, como la religión o la etnia, que también atentan contra el valor universal del ser humano.
En Chile la globalización aún goza de salud razonable: Ipsos (2021) encontró que el 55% creía que la globalización era “algo bueno para mi país”, por sobre el promedio de 48% para los 25 países en el estudio. En EE.UU., el 42% tuvo una opinión favorable de la globalización, y Francia, con 27%, obtuvo el último lugar. Sin embargo, Chile fue el tercer país donde más cayó la valoración de la globalización desde 2019: 17 puntos. Es así como, hace poco, tras sucesivas olas migratorias y una desaceleración de los salarios, vimos entrar al debate político, nada más, y nada menos, que a la bandera y la cueca.