Fue interesante estar —cosas del azar— en Budapest el domingo, cuando se celebraban las elecciones europeas. Porque Hungría es el único país de la Unión Europea en que gobierna esa nueva o extrema derecha que tantos avances hizo ese día, sobre todo en Francia y Alemania. Algunos dirían que esta también gobierna en Italia, pero Giorgia Meloni se ha moderado mucho. Creo que su enorme éxito se debe a eso.
Curioso el derechismo autoritario y nacionalista de Orban. Caminando por Budapest uno va percibiendo sus ingredientes. Por ejemplo, en los palacios de Buda, proliferan fotos de cómo quedaron tras los bombardeos de 1944. A casi 80 años, se mantiene viva la “memoria histórica”. También se recuerda mucho la Gran Hungría, esa que en el siglo pasado perdió dos tercios de su territorio. ¡Qué mejor ingrediente para un nacionalismo autoritario como el de Orban que el irredentismo! Además, los bombardeos fueron efectuados por los mismos aviones “occidentales” que ahora usa Ucrania, país que no solo colinda con Hungría: alberga a unos cien mil húngaros. Todos mal tratados, nos dicen, porque desde 2017 le imponen impedimentos a su idioma en los colegios. “Además, no dejan a nuestros hombres salir de Ucrania, porque los obligan a pelear en una guerra que no es suya”. Una guerra en un país peligrosamente vecino. “Fácil apoyar a Ucrania desde lejos”, nos dicen.
Por estar en la Unión Europea, que le trae enormes beneficios, Orban es ahora cauteloso en cuanto a su afinidad con Putin, pero nadie la duda; y él rehúsa entregarle armas a Ucrania. En cuanto a la afinidad que tendría su pueblo con la Rusia de hoy, me intriga. En la época soviética, los húngaros se resistían a aprender ruso. Para ellos, su propio idioma, que no es siquiera indoeuropeo, era un arma secreta que les daba espacios sagrados de libertad. Por eso me sorprendió que en la Ópera Estatal de Budapest daban “Guerra y Paz”, de Prokofiev, cantada en ruso por un elenco húngaro.
La ópera, que distorsiona el texto de Tolstoi, fue estrenada en Moscú en 1946. Termina con un final coral ruidosamente nacionalista: una cruda celebración del triunfo de los rusos sobre Napoleón. Me sorprendía que los húngaros se hubieran vuelto tan cercanos a la Rusia de Putin como para gustarles un patriotismo ruso tan belicoso. Por las dudas, fui a ver la obra.
¡No había casi nadie! Casi más elenco que espectadores, y entre estos, pocos húngaros. En el intermedio, oí hablar chino, ruso, alemán, inglés y francés. Traté de discernir algo de húngaro —ya me sentía diestro en reconocer, sin entender, sus opacos fonemas— pero me fue mal.
¡Los húngaros no eran tan adictos a Putin, entonces! Y no era que no les gustara ir a la ópera: el día anterior daban Aída, y estaban todas las entradas vendidas.
Después llegaron los resultados electorales. El Fidesz de Orban, con el 44 por ciento de los votos, tuvo su peor desempeño en diez años. Tisza, un partido nuevo, de centro, de Péter Magyar, sacó un insólito 29 por ciento. Cabe ver si Orban le permite gobernar algún día. Lo que está claro es que en Hungría hay ahora alguna resistencia al nacionalismo autoritario.
No hay duda de que, en otros países, sobre todo en Francia y Alemania, le fue muy bien a ese tipo de nacionalismo. Pero en otros, como España, le fue bien a la derecha moderada. Y a la izquierda en general le fue mal, sobre todo la extrema: en España, Unidas Podemos y Sumar —los amigos del Frente Amplio y del PC— han quedado al borde del olvido.
Increíble, eso sí, lo mucho que se parecen la extrema izquierda y la extrema derecha. El martes, en Berlín, ambas boicotearon a Zelensky en el Bundestag. Al parecer, el fervor iliberal y antioccidental de Putin las une. Cabe esperar que los partidos de centro no se dejen intimidar por ellos, sea en Europa o en Chile. El simplismo extremista es electoralmente atractivo, pero es poco apto para gestionar los complejos desafíos de países reales.