La instalación de Arturo Duclos en Casas de Lo Matta proviene de una tradición con más de 100 años de trayectoria. Es uno de los rostros del modernismo, de larga vida en nuestra era. También puede ser comprendido como lo que se denominó “arte comprometido”, para apoyar explícitamente, con pretensión moral, una determinada finalidad con fines públicos. No es solo un comentario sobre la cotidianidad. Generalmente afinca en apelación a favorecer la superación a veces apocalíptica de sistemas de vida contemporáneos. En su versión muchas veces servil, ha sido parte de la “tentación totalitaria”. El fervor moral no comenzó con las vanguardias. Para el arte lo anunció Schiller en 1784 en un célebre texto, si bien él no podía sospechar las consecuencias que derivarían del empleo no meditado de este principio. En el siglo XX caracterizó por un momento a Heidegger y, más persistentemente, a Neruda, al menos de la boca para afuera.
El contenido no estético latente en la obra de arte no es nada nuevo en sí. Basta con mirar a Esquilo o Sófocles. Lo que sí surge de nuestra era es que se transforma en demanda explícita en identificarse con una persuasión que al final destruye la misma posibilidad del arte. Es aquello del fin del arte. Si para precaverse de estas consecuencias censuramos al arte, se abre paso a un resultado bastante conocido: el que conduce a moros y cristianos a perseguir toda manifestación que no sea la adoración de un poder intramundano, y se termina al final en lo mismo: en 1984 no hay arte.
La experiencia estética en cualquiera de sus vertientes posee un aliento de la aventura espiritual, es como la comunicación entre lo que existe y lo que está más allá de la existencia. Sin embargo, en ciertas vertientes del modernismo, como en la exhibición de marras, apunta a algo palpable: el orden social y político de nuestra era. Como parte de la vida espiritual y estética de los herederos de las vanguardias, añade a nuestro patrimonio. Si se demanda que la realidad responda al llamado de este arte, nos lleva al terreno de la organización humana y termina siendo banal.
Si uno toma en serio las leyendas que acompañan a la exhibición —y no hay razón para no hacerlo—, vemos que a nosotros, al país en concreto, se le pone una exigencia imposible de cumplir: “...una gran desazón y división social que arrastramos hasta la actualidad, sin poder remontar en un proyecto de recomposición como sociedad (…) sino problemas profundos de frustración, intolerancia, miedo y deshumanización, que nos ha llevado a un desmembramiento social por el escaso espesor cultural que hemos podido desarrollar como sociedad para enmendar ese camino”. Viene a ser una demanda por abolir la imperfección del ser humano, como si ello fuera posible sin destruir el mismo arte. Este, como la religión, existe precisamente para colmar simbólicamente la incompletitud en que consistimos.
Y otro aspecto no menos fundamental. En el arte, el modernismo y las vanguardias han existido porque surgieron directa o indirectamente gracias a una civilización que alumbró al moderno Estado de derecho —con todas las imperfecciones que se quiera—, y que no podrá sobrevivir sin ese contexto. La crítica sin cuartel a este orden cercena su propia base. Se repite el dilema de quién cuida al cuidador: ¿Quién critica al crítico? Un pensamiento que —salvo tautologías absurdas, como el llamado “pensamiento crítico”— sabe que debe acompañar amando y adoptando, con distancia y proximidad, al mundo del arte. A este, en la modernidad, le ha sido imprescindible el comentario, que es la discusión sobre el alcance de este, incluso más allá de la obra de arte.