Tres meses más tarde de un viaje en que pasé por Nápoles, en un embarque cuantioso de libros remitidos por vía marítima, de entre las hojas de uno de ellos cayó en mis manos la estampa de un místico italiano —Dolindo Ruotolo (1882-1970)—, sacerdote franciscano, exorcista y autor de un original comentario de las sagradas escrituras en 33 volúmenes. Sus reflexiones giran en torno a una idea persistente en la mística: el abandono. “Abandonarse —dice— significa cerrar plácidamente los ojos del alma, alejar el pensamiento de la tribulación y remitirse a Mí para que solo Yo obre, diciendo: Piénsanos Tú. Es contra el abandono, esencialmente contra, la preocupación, la agitación y el querer pensar en las consecuencias de un hecho”. Y luego, poniendo ciertas palabras en boca de Cristo, añade: “Vosotros sois insomnes, queréis valorarlo todo y escrutarlo todo, en todo pensar, y os entregáis así a las fuerzas humanas, o peor, a los hombres, confiando en su intervención. Es esto lo que perturba mis palabras y visiones. Oh, cómo deseo de vosotros este abandono para beneficiaros y cómo me apeno de veros agitados… Yo hago milagros en proporción al pleno abandono en mí, y al ningún pensar en vosotros”. Abandonarse no significa, propone el místico, transformar la agitación mental en oración: “Mil oraciones no valen un solo acto de abandono”.
La mística ha sido siempre una vertiente de la religiosidad que, desde el Maestro Eckhart, bordea en el límite de la heterodoxia y no pocas veces ha debido vencer resistencias de la Iglesia para formar parte de ella. Don Dolindo es ya Siervo de Dios, es decir, respecto de él se ha iniciado un proceso de beatificación y canonización.
Pese a aquellos peligros, desatendiendo el prudente consejo de un buen amigo de no aventurarme en los terrenos de la teología (disciplina que ignoro por completo), me deslizo en ella y creo útil o aliviador mencionar esta tradición en momentos en que parecen primar sin contrapeso un racionalismo ético y un voluntarismo casi pelagiano.
Parece que para algunos la razón y la voluntad del hombre tuvieran una capacidad ilimitada para descubrir lo que es bueno y malo y, una vez aprehendido, para plasmarlo en el obrar en una voluntad imperturbable. Y si falla la voluntad: hablo desde mi propia herida. La apertura al misterio, a las debilidades y fragilidades de nuestra humana condición, en fin, a nuestras ingentes carencias y radical pobreza espiritual, pareciera contar poco en la vida y doctrina de nuestra época. Al contrario, quizás convenga un poco de abandono.