El arzobispo de Santiago, monseñor Chomali, ha declarado —recién ayer— que el anuncio del Presidente de promover un proyecto de “aborto legal” explicita una intención o propósito hasta ahora ambiguo, escondido o disimulado durante el debate sobre el aborto en tres causales. Ese propósito, que ahora se habría revelado por parte del Presidente, es el de alcanzar el aborto libre (del que la expresión “aborto legal” sería un eufemismo que designa el aborto dentro de un plazo).
De esa manera, concluye monseñor, ahora se está en condiciones de debatir el problema de fondo, sin pretextos, sin edulcorarlo en modo alguno, y que se traduce en la pregunta ¿habrá de permitirse el derecho a decidir abortar antes de un cierto plazo sin que para ello sea necesario probar causal alguna?
No cabe duda de que el arzobispo tiene razón. Eso es exactamente lo que ahora cabe discutir.
Se trata de un problema distinto al del aborto en tres causales, de manera que las razones que se tuvieron en vista al apoyar a este último no conducen necesariamente a aprobar el aborto libre. En el aborto hoy vigente pueden esgrimirse circunstancias tan graves —violación, peligro para la vida de la madre, inviabilidad fetal— que hacen moralmente razonable permitir el aborto. El argumento central es que de otra forma se impone sobre la mujer un deber supererogatorio (mantener el embarazo en esas circunstancias), un deber que es digno de encomio; pero cuyo cumplimiento no puede exigirse.
El problema ahora es distinto y su resolución más difícil cuando se lo examina desde el punto de vista moral.
Un punto de vista moral supone afirmar el valor o disvalor intrínseco de una acción con prescindencia de nuestros intereses. Por ejemplo, es inmoral matar a alguien si con ello mejoro mi bienestar (es decir, mi interés particular); pero no es del todo inmoral hacerlo debido a un bien superior (este es el argumento por ejemplo de una guerra justa en la que se perseguiría un bien distinto del interés individual). Pues bien, ¿hay razones independientes del interés de cada uno, por ejemplo, de la mujer, para considerar correcto abortar? No cabe duda de que puede haber muchos motivos para abortar, v. gr., consideraciones socioeconómicas como la pobreza, el plan de vida que se ve interrumpido por el embarazo, etcétera, pero en la medida en que se trata de un interés particular relativo a quien decide, no puede sostenerse que esa sea la base de una razón moral.
Así las cosas, pareciera que la única forma de justificar el aborto libre consistiría en conferir un plazo antes del cual la humanidad del concebido no se manifieste del todo. Si se acepta el argumento de que antes de un cierto plazo no hay ser humano (si se acepta que antes de un plazo habría algo, pero no alguien, como se dijo durante el debate constitucional), entonces no se requieren razones morales para permitir el aborto, como tampoco se requieren para cortar un árbol que indudablemente carece de humanidad.
¿Tienen algo que decir el arzobispo y la Iglesia en este debate?
Parece que sí, puesto que la Iglesia cuenta con una cierta visión del ser humano para suscribir la cual no siempre se requiere ser creyente (por ejemplo, la idea de igual dignidad o la de compartir el sufrimiento del desvalido) y cuyas razones merecen ser discutidas. En materia de aborto es digna de examen la idea de que sabemos, sin asomo de duda, que fuimos alguna vez un embrión, de manera que sostener que este último carece de humanidad significaría sostener que, en algún momento, y si nos miramos retrospectivamente, usted o yo fuimos nada más que una cosa, un ente disponible, una conclusión que no es fácil de aceptar (salvo que usted sostenga algún argumento similar al de Santo Tomás, quien creía que la humanidad se iniciaba cuando se formaba el cuerpo).
La ministra Orellana dijo que “la voz del arzobispo es una más de las que conviven en nuestra sociedad”. Tiene razón solo hasta cierto punto. Es verdad que en medio de una sociedad plural se trata de una voz, pero no exactamente de una más, porque la Iglesia tiene detrás suyo una larga reflexión antropológica. Esa reflexión de la Iglesia no merece, sin más, ventaja alguna; pero tampoco debe excluírsela del debate o maltratarla como si la Iglesia no poseyera un punto de vista global acerca de lo humano, y en cambio fuera portadora de meras preferencias. Esa visión global puede ayudar incluso al no creyente a esclarecer su propio punto de vista o a apreciar los límites de sus propias convicciones.
Y ese —esclarecer el propio punto de vista mediante el intercambio de razones— es el propósito del diálogo democrático.
Carlos Peña