No hay mejor regalo que la recomendación de un nuevo autor que abre avenidas de placeres próximos. Mi última adquisición trata de un hombre de letras norteamericano, Joseph Epstein, crítico literario, magistral ensayista, desmenuzador de la cultura y de la sociedad, escritor provocativo, ingenioso, con profundidad intelectual y erudito, pero dotado de un hábil uso del humor y una capacidad, al parecer, infinita para entender las complejidades de la naturaleza humana. En la colección de ensayos en mis manos, El Ideal de la Cultura, aborda temas tan diversos como la muerte, las dificultades de la paternidad, el ingenio, la cobardía, los años sesenta y un análisis de un completo compendio de los mejores autores clásicos.

Un eco especial me produjo su elucubración sobre la cultura de la victimización, que hoy parece avasallarnos. A su juicio, el embrión de esta nueva mentalidad que nos arrasa es la convicción absoluta de algunas personas o grupos respecto a su propia superioridad moral y un sentimiento indeleble de la propia virtud. Siendo eso así, yo agregaría que, paradojalmente, ello va acompañado de una completa falta de apreciación del propio valor. ¿Cómo puede valorarse a sí misma una persona cuya historia es una de humillación, opresión y abuso? De ese ser debilitado por sus características más intrínsecas, ¿puede evolucionar un ser humano potente?

Una de las explicaciones que sugiere Epstein para el auge de la cultura de la victimización es el surgimiento arrollador del multiculturalismo, que ha venido a erosionar la centralidad de la cultura occidental, simplemente por el hecho de estar dominada por escritores, artistas y filósofos, todos machos y blancos. Esto ha llevado a reemplazar la cultura clásica por estudios sobre los grupos victimizados por su raza, clase, género u otra característica de su nacimiento, lo que ha desembocado en la politización de las humanidades y de las ciencias sociales y en la sustitución de los grandes creadores por los representantes de la corrección política, cuyas verdades irrefutables son ferozmente vigiladas por los guardianes de la nueva ortodoxia.

Las nuevas víctimas apelan, dice Epstein, a la culpa, en vez de a la conciencia ética de la sociedad, y su objetivo primordial es obtener castigo para los supuestos opresores. Irónicamente, el resultado ha sido que las “víctimas” suelen comportarse como verdaderos victimarios, amenazando, persiguiendo y cancelando a cualquiera que no adhiera al nuevo catecismo, o que introduzca un matiz en la discusión de temas que de por sí son complejos.

¿Y por qué sus sugerencias me hacen eco? En lugar principal porque el victimismo debilita la autonomía, la autoestima y la capacidad para hacerse cargo y asumir responsabilidad por el propio destino. Ello fácilmente conduce a un circuito cerrado, sin salida, de autocompasión.

Simultáneamente, crea la sensación de ser acreedor a todos los derechos y, más aún, a pensar que todas las necesidades generan derechos a su favor, lo cual les permite exigir un tratamiento especial y privilegiado como compensación por la victimización percibida.

Una consecuencia adicional del cultivo de la victimización es que inevitablemente abona el resentimiento, la ira y la amargura contra quienes son irremediablemente condenados al rol de “los perversos”, los opresores, los hombres contra las mujeres, los blancos contra otras razas, los ricos contra los pobres; y ello agudiza de tal forma los conflictos y las contradicciones dentro de las sociedades que la convivencia pacífica, civilizada y democrática pasa a ser cada vez más difícil.

Nada de esto significa ignorar los abusos o las injusticias, pero exige mirarlas, no necesariamente desde una culpa enraizada en la historia, sino de acuerdo a una conciencia ética regida por categorías morales.