El suceso, doloroso y lamentable, se inició el domingo 5 de mayo pasado. Ese día se realizó el velatorio de un querido primo en el Club de la República. Le pedí a mi hermano Gastón que hiciera un responso y me dijo que iría esa tarde. Nunca llegó. Gastón fue atropellado por un vehículo en Vicuña Mackenna y falleció en el Hospital Barros Luco esa misma noche.

Escribo esta columna consternado. Tres largos y penosos días estuvo Gastón en el Instituto Médico Legal. El jueves pudimos llevarlo a la capilla María Auxiliadora —anclada en la villa Lican Ray de Macul—, donde él ejercía, como seglar, labores eclesiásticas. En medio de la pena, vimos algo impensado. Cuatro cuadras antes de llegar a la capilla, las casas lucían globos blancos y en varias partes estaba la foto de Gastón y el informe de su deceso. El cariño vecinal salió a nuestro encuentro. Esa misma tarde se ofició una misa y la vecindad colmó el recinto. “Gastón hizo una gran labor aquí —me dijo un vecino—, se preocupaba de todo lo litúrgico, cantaba, hacía arreglos para el Mes de María y, para Navidad, presentaba un pesebre a escala humana. Visitaba a los enfermos, llevaba la comunión… nos hará mucha falta”.

El gran cariño de la gente ha mitigado mi pena. Soy creyente y aparto quejas tales como “por qué, Señor, a mí, si voy a misa los domingos y siempre comulgo, ¿por qué?”. Dios no va a poner pruebas a los incrédulos, pienso en mi limitada razón. He llorado a mi hermano, pero la fe me da fuerza para poder vivir con esperanza en el otro lado de la Luna.