Mateo está terminando su carrera. Es fuerte en programación. Lleva meses trabajando en un código. Agotado, le pide a una plataforma de inteligencia artificial que le dé una mano. En el chat describe el problema que busca resolver y presiona “enter”. En segundos recibe cientos de líneas de código. Las estudia y no las entiende. Cree que el computador se ha equivocado. Para confirmarlo, corre el código. ¡No puede ser!, el resultado es correcto. Incrédulo, lo estudia otra vez, ahora para reconocer que el equivocado era él: el chat dio con la solución.
Hay que mirar las tendencias en la demanda por las carreras universitarias en el mundo. Ciencias, tecnología, ingeniería y matemática siguen fuertes, pero existe un resurgimiento de alternativas centradas en la comprensión del comportamiento humano, en pensamiento crítico y analítico, creatividad y comunicación. Es el notable boom de las humanidades.
¿Inesperado? No tanto. Véalo así: usted tiene 17 años y reconoce que no vale la pena competir con las máquinas en determinadas tareas. Por ejemplo, sabe que la inteligencia artificial ya programa mejor que usted. ¿Qué estudiaría? ¿Programación? ¡Ya no! Mejor algo que permita explotar las ventajas comparativas humanas. De hecho, las empresas tecnológicas lo saben, por eso siguen contratando con fuerza profesionales con formación amplia. Es que el desafío pasó de “¿cómo hacerlo?” a “¿para qué hacerlo?”, pregunta más filosófica que ingenieril.
Obvio que no basta tener conciencia del cambio. Un mercado laboral flexible y un sistema universitario sano son centrales. Fallas en estas condiciones pueden ser desastrosas. Jóvenes estudiando carreras con foco en tareas automatizables, instituciones ofreciendo programas diseñados décadas atrás y una legislación que promueve la informalidad son fuentes de catástrofe. El problema es que la inercia que conllevan estas condiciones da una falsa sensación de normalidad hasta que, claro, la cosa no da para más. Esto no es ciencia ficción: sabemos que salarios y empleo son golpeados por la automatización, independientemente del nivel de escolaridad (Acemoglu y Restrepo, 2022). Un título universitario ya no es seguro contra pobreza o desigualdad.
Pensando entonces en Chile, en donde dicha inercia es real, con gratuidad y desinformación como fuente de distorsión, la política pública de la próxima década tendrá el desafío de habilitar la reinvención de cientos de miles de profesionales (algo ya se observa en el boom de los posgrados).Y dado que se requerirán gigantescas inversiones en nuevo capital humano, sería bueno comenzar a llenar el chanchito para enfrentar la futura presión sobre el presupuesto fiscal.
Pero no. Se sigue en negación. ¿Millones de dólares para condonar el CAE? La idea es injusta e ineficiente, pero además imprudente frente al tsunami que se viene. El costo de oportunidad social de esos recursos es enorme. Claro, el cálculo es ingenierilmente político, casi propio de un frío chat al que se le instruye evaluar solo el corto plazo. ¿No sería bueno mostrar algo de humanidad?