En la reciente clase inaugural del presente año académico de la Universidad de Chile, me pregunté si acaso los derechos humanos son un invento y, al menos en mi caso, la respuesta afirmativa no se hizo esperar. En efecto, los derechos humanos son un invento, pero no en el sentido de constituir una ficción o un engaño, sino en el de ser lo que realmente son: una creación humana, una de las más felices en la historia de la Modernidad, y cuyos antecedentes se remontan a tiempos muy antiguos. Tal como suele decirse, “lo nuevo se teje en lo viejo”, aunque habría que agregar esto otro: “…con la mirada puesta en el presente y preguntándose por el futuro”.
Los derechos humanos no cayeron del cielo ni fueron estampados en algún libro sagrado. Tampoco debieron su inicio a una especie de generación espontánea a partir de lo que se proclama como la “naturaleza racional del hombre” o la “naturaleza de las cosas”. Tales derechos, con ser históricos, son también culturales, y culturales en el sentido más amplio de la palabra “cultura”, que responde a todo lo que sale de las manos del hombre con alguna finalidad o propósito, a todo lo que hombres y mujeres han sabido “colocar entre el polvo y las estrellas”.
Cuando a partir de unos cuatro siglos antes del nuestro fueron declarados los llamados “derechos personales” de nobles, caballeros y comerciantes de su tiempo —entre ellos, el de privar a los monarcas de la posibilidad de usurpar bienes ajenos destinados al derroche y la guerra—, Karl Marx se refirió a esos derechos fundamentales como prerrogativas de una burguesía victoriosa transformadas en ley. Tuvo razón Marx, al menos en ese momento, pero careció de visión para advertir que los derechos, inicialmente estamentales, iban más tarde a universalizarse, extendiendo su titularidad a todos los individuos. Tampoco vio venir Marx la expansión de los derechos (de los personales a los políticos, y de estos a los económicos, sociales, culturales y medioambientales), permaneciendo extrañamente ciego al carácter histórico de los derechos y a su alianza con la forma de gobierno que mejor los declara, garantiza y promueve, desarrollándose, ahora desde el siglo XX, un también muy afortunado proceso de internacionalización de los derechos. De allí la gravedad de que la democracia, hoy acosada por problemas de seguridad pública, esté siendo puesta en entredicho, a la par que debilitándose la libertad en nombre del orden. El orden social es funcional al ejercicio de las libertades, si bien está el riesgo de mutilarlas, frívola y precipitadamente, en nombre del orden y la seguridad. Ni “desarreglada licencia” ni tampoco “docilidad servil”, es lo que pedía Bello.
Creación histórica los derechos, pero sin que por ello tengan una fundamentación historicista, puesto que la tienen de carácter moral, como parte del avance de una humanidad a la que tomó muchísimo tiempo aceptar que existieran unos derechos fundamentales que se afianzaran en el igual valor de todos los seres humanos en cuanto tales. “Nadie es más que nadie”: esta fue la revolucionaria aspiración que consiguió instalar la idea de dignidad humana.
Los derechos fueron muchas veces resultados de fricciones, enfrentamientos, intimidación y violencia. Sin embargo, y de la mano de la democracia, pueden y deben avanzar por medios pacíficos. Pero no basta con declararse demócratas si no se asume, en los hechos, la vigencia de los derechos fundamentales y su asentamiento en valores como la libertad, la igualdad y la solidaridad, así como en el principio superior de la dignidad humana.
Si, como es bien patente, la democracia se encuentra actualmente en problemas —y eso por decir lo menos—, no sirve de mucho proclamarla a cada instante si no la mantenemos tomada de la mano de los derechos fundamentales, mejorándola continuamente.