El grito de cuasi desesperación del Presidente Macron por la situación rezagada de Europa en el plano tanto técnico-económico como estratégico, de desorientación política para remate, y la incógnita que envuelve el futuro político de EE.UU., nos pueden dejar huérfanos de referencia en América Latina. Estados Unidos se puede sentir seguro (por un tiempo) en medio de un radical aislacionismo que parece emerger, y no solo encarnado en un personaje grotesco como Trump, sino en una tendencia que surge del fondo de su historia, creerse inmune a lo que sucede en el mundo, contraparte de la otra cara de su alma, el temer una invasión sea de quien sea.
Es en las relaciones con Europa donde en estos días se cierne la mayor interrogante —inédita hasta una década atrás— acerca del futuro de una alianza como la OTAN, de 70 años de duración, que ha sido un ancla vigorosa en la política mundial, fenómeno poco frecuente en la historia internacional. Sobre todo, porque desde la caída del muro se carecía de un objetivo estratégico, generalmente el tener un enemigo común que se percibía como muy peligroso. Muchos se preguntaban por el sentido de la OTAN; Crimea en el 2014 y para qué decir la guerra de Rusia contra Ucrania, el 2022, cambiaron de la noche a la mañana esa situación.
Mientras tanto, avanzó la otra patita que cojeaba, la crisis de la democracia. Esta, como sistema político, necesariamente debe percibir con más frecuencia y profundidad sus momentos de quiebre, sobre todo en lo subjetivo. El caso paradigmático de Alemania en 1933, donde por negra que haya parecido la situación —mirada en su contexto, no era para tanto—, nada justificaba la catástrofe que siguió. La crisis actual de la democracia se potencia con la perplejidad geopolítica ante dos potencias revisionistas, Rusia y China, las que, salvo reproducir las dictaduras autoritarias del siglo XX, no ofrecen nada nuevo en ideas y sistemas, y solo la segunda es un modelo de desarrollo económico, no tan diferente al camino japonés en el siglo XX.
Se habla del “sur global”. Salvo en la herencia deslavada del antioccidentalismo retórico (en la práctica no siempre se seguía; a veces era todo lo contrario) del antiguo Tercer Mundo que tanto se blandía, es poca la lógica que se pueda encontrar. Supongo que no se pensará en un determinismo geográfico, hipótesis sin pies ni cabeza. Para colmo, si se pone la esperanza en los BRICS, se olvida que su única lógica que tiene algún sentido es una entente entre China y Rusia (por si no lo saben, quedan en el “norte”). La India tiene variados vínculos, en muchos sentidos más próxima a EE.UU. y a sus aliados en Asia oriental que a Rusia, con la que sostiene más bien entendimientos económicos; con China, ni que hablar.
¿Y Brasil? Aquí llegamos a nuestra región. En el curso del siglo XX, el gigante sudamericano llevó una política exterior consistente en la región y progresivamente ante el mundo, ciertamente con evolución y acentos algo cambiantes, como es natural. Esto se ha transformado progresivamente en los últimos 20 años. En lo que se puede apreciar, su influencia se ha aminorado en América del Sur (con chispazos de creatividad, como Esequibo) y las energías en general se han concentrado en aparatosos gestos ante el mundo, sin ninguna huella que se pueda distinguir. Con el interludio de Bolsonaro, caracterizado por lo errático como Trump, al que veía como alter ego, a Lula, más que un horizonte estratégico, se le aprecia mucho de gestualidad de baile de máscaras en el gran mundo. Entre tanto, la defensa de la democracia se desdibujó en la región, olvidándose de la “cláusula democrática”.