Los seres humanos evolucionamos para sobrevivir, no para innovar. Cuando nos enfrentamos a una situación que supone peligro, la amígdala cerebral estimula la huida. Por eso nos disgusta el riesgo y preferimos mantener el estado actual de las cosas. Pero crecer sostenidamente más exige innovar. Y no hay innovación segura.
Desde mediados de 2010 la economía chilena está virtualmente estancada. El PIB per cápita se ha expandido solo medio punto porcentual por año en promedio. Y hacia adelante, el Banco Central lo proyecta creciendo tendencialmente en torno al 1%, la mitad de lo que se espera para los países avanzados. La pasada fue una década perdida, la que viene también lo sería. Salvo que asumamos lo incómodo: innovar. Desgraciadamente, en Chile, tanto en el mercado como en el Estado, los incentivos vigentes no ayudan. Veamos por qué.
Partamos por el mercado. Para que este funcione bien, debe ser competitivo. Así, se promueve un crecimiento virtuoso, con una amplia variedad de productos y servicios de calidad y a precios bajos. Pero en una economía pequeña y lejana, como la chilena, las prácticas anticompetitivas son un peligro permanente. Y el incentivo a innovar, que es una actividad costosa y riesgosa, es reducido. De hecho, estimaciones publicadas recientemente en un Informe Anual de la Comisión Nacional de Evaluación y Productividad (CNEP) muestran que mientras las empresas de menor tamaño en Chile alcanzan la mitad de la eficiencia de aquellas en la OCDE, nuestras empresas grandes están aún más lejos de sus pares en ese mismo grupo de economías, logrando solo un tercio de su eficiencia.
Una hipótesis para la mayor brecha productiva de las empresas grandes en Chile es que las pequeñas no escalan lo suficiente. La tasa de nacimiento de firmas es similar a la observada en el resto del mundo, en torno al 10% anual, pero la mayoría muere pronto o se mantiene chica, sin poder desafiar a las grandes.
Sigamos con el Estado. El diagnóstico realizado por la CNEP en sus estudios identifica carencias en el sector público por fallas de gestión, incapacidad para optimizar los procesos y poca evaluación ex post. Un burócrata, en nuestro Estado, tiene pocos incentivos para arriesgarse, porque si algo funciona mejor, el premio es poco; y si falla, podría ser juzgado como el responsable principal. Y es que, sin un sistema explícito y generalizado para analizar el impacto de las políticas, las culpas son mal asignadas.
Otro caso de lo anterior es el sistema de permisos para invertir y para operar. Estos, que buscan resguardar objetivos como el sanitario, ambiental y de seguridad, si están mal diseñados o implementados, son una barrera al desarrollo, incluso sin cumplir su propósito público primordial.
Una revisión de la CNEP de los casi 130 mil permisos tramitados durante los últimos cinco años lo ratifica. El sistema es ineficiente, porque la autoridad tarda demasiado tiempo en evaluar las autorizaciones; es incierto, porque muchas veces se desconocen a priori las exigencias que el inversionista debe cumplir; es inestable, porque las vías de impugnación generalmente no son adecuadas en tiempo ni forma.
Una razón es el mal manejo del riesgo, ya que no definimos umbrales para su aplicación. Por ejemplo, y tal como considera el proyecto de ley que se discute en el Congreso, para los permisos de riesgo bajo debería bastar con una declaración del inversionista que los exima del control ex ante. De paso, esta falta de proporcionalidad regulatoria quizás explica el déficit de empresas medianas en Chile, pues castiga más a las pequeñas, que quiebran si no pueden financiar la espera sin producir cuando la fiscalización es tardía.
Con todo, si somos demasiado cautelosos y respondemos lentamente a las nuevas tecnologías, las empresas invertirán menos en ellas y la tasa de crecimiento caerá. Pero si somos demasiado arriesgados, algunos bienes jurídicos protegidos estarán mal resguardados y no habrá sostenibilidad.
Raphael Bergoeing
Ingeniería Industrial, Universidad de Chile y Comisión Nacional de Evaluación y Productividad