En un mundo donde el panorama geopolítico se vuelve cada vez más volátil, las naciones responsables intentan garantizar su prosperidad, lo que no es otra cosa que adoptar políticas al alcance de su capacidad para desarrollar la economía nacional de la manera esperada en un contexto mundial interconectado.
La disrupción de las cadenas de suministros globales por la pandemia de covid-19 y, luego, por la acción de actores estatales (Rusia en el Mar Negro) y no estatales (rebeldes hutíes en el Mar Rojo), demostró que eran más frágiles de lo que se suponía. Ante esta situación, algunos países como Estados Unidos están estimulando a sus empresas a volver a casa, a instalarse más cerca (nearshoring) o situarse en lugares donde se tienen relaciones más amigables en el plano diplomático y comercial (friendshoring). Estas iniciativas de relocalización asumen que incluso costos mayores de producción pueden ser compensados por un menor riesgo. De este modo, Intel volverá a fabricar semiconductores en Costa Rica.
También algunas economías o bloques —como el Reino Unido y la Unión Europea— están buscando sellar acuerdos para garantizar su acceso a “minerales críticos” para la transición energética y el desarrollo de tecnología de punta, los cuales aparecen en listados. Esto responde tanto a eventuales bloqueos de exportaciones en casos de conflicto o imposición de sanciones (las mayores reservas de tierras raras están en China, por ejemplo), o al hecho de que apuestan por lugares donde exista una relativa estabilidad para desarrollar proyectos de extracción de largo plazo (gran parte del cobalto se encuentra en el conflictivo Congo).
Uno de los impactos menos pensados que está teniendo la guerra Rusia-Ucrania y el conflicto entre Israel-Irán, ambos en regiones petroleras, está siendo ya la aceleración de los proyectos de energías limpias para reducir dependencias y ganar autonomía en la materia, especialmente, en el caso de los importadores netos de crudo sometidos a los vaivenes del precio del barril.
Se suma a todo lo anterior, el escrutinio que se hace mediante normas o comités a las inversiones extranjeras en sectores estratégicos, pocos y bien definidos, pero cuyo control puede impactar en la prosperidad de un Estado. Lo mismo corre para cierta infraestructura clave, como cables submarinos de fibra óptica.
Es cierto que estas medidas nos hablan de la desglobalización que estamos viviendo, queramos o no. Las guerras comerciales en clave proteccionistas y la coerción económica en modo de sanciones no son una hipótesis (incluso Nouriel Roubini ha advertido sobre la decisión de Washington de usar el dólar como arma). Hoy, los bienes, servicios y los capitales ya no fluyen sin mayor riesgo, como lo hacían en las tres décadas pasadas. Es una realidad que debe asumirse.
En medio de este despertar de la seguridad que está teniendo Chile, donde incluso quienes renegaban del concepto hablan hoy de “seguridad nacional”, es notorio y preocupante que no se hable de la “seguridad económica” en un país exportador y abierto al comercio con el mundo mediante una extensa red de tratados. Pareciera que la opción es seguir mirando hacia el lado y centrarse en los beneficios inmediatos, pensando que este asunto no va a manifestarse; tal como hizo con el crimen organizado transnacional.
Lo más sensato sería aprovechar las oportunidades del “friendshoring” que buscan las empresas y alcanzar acuerdos convenientes para exportar los “minerales críticos” sobre la base de la estabilidad que aún goza el país, pero intentando reducir la exposición a dependencias que un día se pueden volver en contra. Por lo visto, tenemos una conversación pendiente.
Juan Pablo Toro Director ejecutivo de AthenaLab