Entre 1960 y 1980, jóvenes talentosos abandonaban el Reino Unido. La tasa marginal del impuesto a la renta había alcanzado un increíble 95 por ciento. De allí “Taxman”, la canción de George Harrison, en que el recaudador canta “uno para usted, diecinueve para mí”. ¿Esquilmar así a los “ricos” alegraba a alguien? ¿A los pobres? Para nada. Los trabajadores vivían en huelga. El país estaba estancado y el descontento social era terrible.
Con los buenos gobiernos de Thatcher (1979-1990) y Blair (1997-2007), la situación se fue revirtiendo. Los impuestos se normalizaron. Los jóvenes volvieron. También llegaron muchos extranjeros ricos y talentosos. Londres se fue convirtiendo no solo en la capital de Europa. Llegó a parecer capital del mundo. Sobrepasó a Nueva York como centro financiero. Vastos sectores de la ciudad, que habían sido pobres y peligrosos, fueron renovados y embellecidos. Se fue creando una inigualable industria de servicios para un público culto y afluente. Florecieron como nunca los teatros, la ópera, los conciertos, incluso los restaurantes, en que se empezó a comer bien. Ya no era tan aplicable la frase de Jacques Chirac, cuando dijo de los británicos que “no se puede confiar en gente que cocina tan mal”.
Desde luego, los valiosos extranjeros no llegaban solo para ir a la ópera. Lo hacían por la gran profusión de empleos de calidad que la ciudad ofrecía, y porque el fisco británico gravaba las rentas que percibían o gastaban en el Reino Unido, pero no las que provenían de ahorros en el exterior acumulados antes de llegar, porque si bien se habían vuelto residentes, eran considerados “domiciliados” en su país de origen —era el régimen que se llamó el del “non dom”.
¿Ahora, qué pasa? Para los fanáticos de Londres y del Reino Unido, algo muy triste. Malas políticas públicas en que solo se miden las consecuencias que se creen positivas, sin ver o sin querer ver las negativas. Políticas que arriesgan volver a ese pasado árido de 1960-80. Entre ellas, la de eliminar el régimen “non dom”.
El Brexit ya había producido mucho daño. Los que lo apoyaban decían que iba a liberar al Reino Unido de las pesadas regulaciones impuestas por Bruselas; que iba a permitir que el país se volviera auténticamente “global”. Nada de eso ocurrió. Se sabía que, con Brexit, Londres iba a perder terreno como centro financiero, por la cantidad de transacciones que la Unión Europea solo permite si se hacen dentro de ella. Pero eso se iba a compensar con creces con desregulación. Bueno, esa desregulación no se hizo. Por otro lado, vastas cantidades de jóvenes europeos talentosos se tuvieron que ir.
Es encima de eso que viene la decisión electorera reciente de eliminar el régimen “non-dom”. Los extranjeros que viven en Londres van a tener que pagar impuestos sobre todas sus rentas, vengan de donde vengan. Es increíble que el gobierno crea que esta gente se va a quedar pagando pasivamente lo que les pidan. Son unos 68 mil. Muchos ya se están yendo y casi todos los demás se irán. Con nefastos efectos en todos los servicios que ofrece la ciudad, para qué hablar del mercado inmobiliario. Estos extranjeros no solo gastan mucho dinero consumiendo en el Reino Unido. Son grandes filántropos. Su ida la van a sufrir museos, teatros, universidades y hospitales que tienen edificios enteros que estos han financiado.
Hay más. El gobierno, que con Brexit prometía un país cada vez más “global”, ha propinado un duro golpe a los estudiantes extranjeros y a las universidades que dependen de ellos (pagan más del doble que los británicos). Les han prohibido llegar a estudiar con sus familias.
El efecto de todo esto en la magnífica ciudad de Londres y en todo el resto del país no puede no ser desgarrador. El resultado de políticas puramente performativas. Ojalá nuestro gobierno, hasta ahora poco alerta a los efectos negativos no deseados de sus políticas y de su retórica, aprenda algo de estos errores.