De conformidad al estudio que midió 165 países —publicado en febrero pasado por The Economist—, Chile experimentó un retroceso en los indicadores de diseño democrático, luego del término de los fallidos procesos constitucionales. A su vez, las informaciones sobre eventuales negociaciones entre actores políticos parecen haber reflotado la discusión sobre “el sistema político”. Sin embargo, este concepto es demasiado amplio, líquido y vago como para comprender qué es lo que realmente necesita ajustes y perfeccionamientos. En efecto, hay un elemento nuclear que requiere los esfuerzos más urgentes y sustantivos dentro de ese océano: la representación.
En efecto, ambos procesos constituyentes dejaron el asunto de la representación para el final de la discusión y, en consecuencia, fue abordado de manera confusa y demasiado centrada en la capilaridad y no en el corazón del sistema. Si hay una lección que nos dejó la elaboración de la primera Constitución moderna, en 1787, donde Madison entendió —tempranamente— que debían definir de forma prioritaria el cómo nos representamos en una democracia: todo el resto se resolvería por añadidura. Así lo expone en El Federalista X, donde insiste en que “un buen esquema de representación promete ser el antídoto que buscamos contra las facciones”, lo que en Chile podemos traspalar al híper fraccionamiento partidario y a las dificultades de gobernabilidad. Se pueden identificar, entonces, dos elementos centrales en el problema de la representación.
El primero resulta evidente: el sistema electoral. Se trata de un diseño pensado para funcionar de manera eficaz... en el parlamentarismo. El desacople de nuestro régimen presidencial con un sistema electoral que le resulta disfuncional, es causante de gran parte de las patologías políticas. Se han buscado herramientas acotadas para mitigar esta dificultad —como la regla del 5%— que ayudan, pero no atacan la raíz del problema. De hecho, llama la atención que uno de los mecanismos que ha dado mayor estabilidad política a Chile en los últimos 40 años (la segunda vuelta presidencial) no sea utilizado para la elección de parlamentarios, donde senadores o diputados electos gozarían de mayor respaldo y legitimidad que muchos de los actuales que cuentan con menos del 10% de los votos.
Otro tanto sucede con la omisión grave de la denominada “regla democrática”, que consiste simplemente en que nunca el sistema electoral debiera permitir que alguien que obtuvo menos votos salga electo en contra de alguien que sacó más votos. La falta de este principio tan elemental como olvidado, deteriora el respaldo popular y erosiona el pilar más fundamental de toda democracia constitucional.
El segundo problema resulta aún más inexplicable: la falta de criterios claros que determinen la naturaleza de representación de las cámaras. La ciudadanía no solo ignora lo que ambas hacen, sino, más grave aún, a quién representan. Y para esto no hay que volver a inventar la rueda. En las democracias consolidadas se logra una adecuada distribución entre los dos elementos de representación: el demográfico y el territorial.
La Cámara de Diputados tiene su fundamento en el número de habitantes, concepto que en sí mismo es dinámico, es decir, el número de diputados debe variar según el aumento o disminución de la población en el distrito: por eso resulta imposible fijar un número rígido de diputados en una Constitución.
Pero si lo demográfico fuera la única variable, cualquier metrópolis tendría el control de todas las políticas públicas del país, en desmedro de las regiones. Por esa razón es que histórica y globalmente la representación demográfica se equilibra mediante la representación territorial, propia del Senado. Con todo, para que este tenga el contrapeso necesario a las altas concentraciones demográficas debe, necesariamente, ser en condiciones de igualdad jurídica, esto es, que todas las regiones elijan idéntico número de senadores, única forma de materializar la tan anhelada descentralización. Todo muy distinto a la actualidad, donde existe contaminación cruzada de ambos elementos entre las dos cámaras, lo cual produce irremediablemente los problemas descritos.
Mientras no ajustemos estas dos variables —el sistema electoral y la naturaleza de representación de las cámaras— seguiremos entregando a la discrecionalidad las soluciones del diseño institucional.
Es indispensable, entonces, afinar la puntería en el diagnóstico de los elementos a perfeccionar, con algo más de evidencia, antes de disparar a la bandada del sistema político.
Necesitamos reglas claras y objetivas, que sean “antídotos a las facciones” y, quizás de este modo, poder avanzar en nuestros indicadores democráticos y el perfeccionamiento de los órganos del Estado.
Rodrigo Delaveau S.
Doctor en Derecho Constitucional Universidad de Chicago