El 26 de marzo, hace solo tres días, pero en 1892, fallecía el gran bardo (más que poeta, fue un bardo) de Norteamérica, Walt Whitman. Al final de “Canto a mí mismo”, ese libro que revolucionó la poesía moderna y que tuvo un efusivo elogio de Emerson y que fue tirado al fuego por Whittier por obsceno y vulgar, Whitman le dice a la muerte: “Y en cuanto a ti misma, muerte/ y a tu abrazo destructor/ es inútil que pretendas asustarme (...) Y en cuanto a la Vida/ ¿no es la vida el desperdicio de muchas muertes infinitas?/ Yo mismo he muerto ya mil veces”. Whitman, en realidad, vivió mil veces su propia vida y la de muchos, todos los que quiso abarcar, de las más diversas razas, credos, latitudes de un Estados Unidos que él, de alguna manera, fundó: un país no está de verdad fundado, hasta que un poeta lo cante. Por eso Grecia no existe sin Homero, Italia sin Dante y nosotros sin Neruda y Mistral.
Alguien que vivió con la intensidad y entusiasmo con que lo hizo el barbudo poeta de Long Island, no puede echarse a morir ante la muerte. Alguien que vivió así, conquistando su propia libertad y su propio ser, su espontaneidad (esa que nos quitan las escuelas, las sectas, las rigideces y dogmas), puede incluso darse el lujo de recibir a la muerte con los brazos abiertos. En una de sus elegías a Abraham Lincoln (a quien él llama el Padre, el Capitán), “La última vez que florecieron los lirios”, dice: “Ven hermosa y reconfortante muerte/ ondula en torno al mundo y llega serena/ llega durante el día, durante la noche./ A todos, a cada uno, muerte delicada”. Le habla a la Muerte como a una amante, más Eros que Tánatos. El poeta que abrazó a cada ciudadano de esa naciente y vasta Democracia que era Estados Unidos en sus orígenes, abrazó también a la muerte, estableció con ella una relación de amistad, diríase de amor.
Pocos han cantado la amistad, la camaradería y el amor como Whitman. Estados Unidos venía saliendo de una guerra civil devastadora, que había partido el país en dos, guerra que fue un hecho crucial para la poesía del bardo, que dio un salto desde una primera aproximación al Yo (ese que cantó en su “Canto a sí mismo”), hasta ampliar sus límites, hasta convertirlo en un país amplio, acogedor, democrático, donde cabían todos. De la Guerra Civil, Estados Unidos emergió como en una resurrección, y la Democracia fue la cura. Whitman se ofreció como voluntario para recorrer los hospitales de ambos bandos a ir a cuidar a los heridos, a acompañarlos, abrazarlos, darles una palabra de aliento, llevarles un libro. Tal vez eso necesitemos como país: un poeta o una poesía que sea nuestra enfermera, que nos haga salir de las trincheras estrechas de las verdades ideológicas y nos invite a reconstruirnos interiormente, para levantarnos y caminar juntos hacia un horizonte común. Todos los países necesitan eso, en estos aciagos días de la polarización: Estados Unidos entre otros, que se acerca a una contienda electoral que cada vez se parece más a una guerra.
Hace bien leer a Whitman en estos días: uno tiene la impresión, al leerlo, al escucharlo (porque lo suyo es Canto) de que siempre estamos en un nuevo comienzo. Whitman (y eso lo heredó probablemente de su formación cuáquera) siempre le habla a un “tú”, el otro sin el cual no puedo ser cabalmente. Muchos recuerdan los versos “me canto y me celebro a mí mismo”, pero, en realidad, ese mí mismo es una conciencia amplificada, que salta los muros que nos separan de los distintos a mí. Whitman, al cantarse a sí mismo, está cantándole a un tú, porque —como dice el Upanishad— “tú eres eso”. Tal vez la resurrección sea eso. Morir al viejo yo, limitado, y nacer a una nueva conciencia, que parte por ver al adversario no como enemigo, sino como complementario. Ese camino lleva a vivir la democracia en su genuino sentido; el camino inverso lleva a la guerra civil. Solo una ampliación de la conciencia como la de Whitman permite que también los países resuciten.