Resulta bastante curiosa la discusión sobre la izquierda woke y la izquierda universalista como elementos contrapuestos. Se argumenta que la primera está obsesionada con “sensibilidades” de grupos históricamente discriminados como las mujeres, la comunidad LGBTQ+, los pueblos indígenas, etcétera. La segunda, muy alabada por algunos intelectuales masculinos, sería aquella izquierda clásica que veía ciudadanos con igualdad de derechos y punto. Avanzando por disminuir las brechas que dividían a las clases sociales y generando mayor cohesión social.
Esto podría tener sentido si uno lee la historia desde un solo punto de vista. Pero esa diferencia que se ha planteado en el debate público no es tal. Las izquierdas siempre han estado abogando por generar mayor igualdad hacia quienes han estado en desventaja. La diferencia es que esa lucha la han llevado a cabo principalmente mujeres, o personas LGBTQ+ o grupos indígenas, quienes, curiosamente, han sido menos leídos y estudiados que sus pares masculinos.
Voy a poner un par de ejemplos históricos: la Revolución Francesa dio como resultado la Declaración de los Derechos del Hombre y Ciudadano. Al ver que las demandas de las mujeres no estaban, Olympe de Gouges, escritora y filósofa, publicó la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana, donde declaraba, entre otras cosas, que “el ejercicio de los derechos naturales de la mujer solo tiene por límites la tiranía perpetua que el hombre le opone; estos límites deben ser corregidos por las leyes de la naturaleza y de la razón”.
Siglos después, en Chile, las mujeres obreras de Valparaíso levantaron dos periódicos fundamentales, La Alborada y La Palanca, donde abogaban desde la izquierda por la igualdad salarial, la reducción de las horas de trabajo y mayor compromiso del Estado para combatir las desigualdades que sufrían las mujeres en el mundo del trabajo. Esto sucedía en 1905. Por supuesto que el movimiento obrero y sus líderes masculinos no escucharon estas peticiones y llevamos siglos insistiendo en la igualdad salarial y en la doble carga laboral de las mujeres (el trabajo y los cuidados). De esos ejemplos tenemos muchos. Vuelvo a recordar la gran protesta en Inglaterra que unió a la comunidad LGBTQ+ y a los mineros en contra de las políticas neoliberales de Margaret Thatcher. No se unieron porque tenían “sensibilidades”, sino un proyecto político de izquierda en común a pesar de sus diferencias.
Nadie serio podría decir que Olympe de Gouges, John Stuart Mill, Carmela Jeria, Elena Caffarena, Pedro Aguirre Cerda, etcétera, eran izquierdistas woke. Sería vergonzoso. Todos tenían bien claro que el universalismo daba por universal a solo la mitad de la población y no al resto.
Por último, cabe recordar que hoy en día ciertos grupos siguen siendo silenciados en cuanto a su historia. Ejemplo de esto es que en los planes de educación histórica no se analiza la historia del voto femenino. Una lucha central en la historia política de cualquier país occidental, que en Chile duró casi 50 años y que generó debates en el Ejecutivo, en el Congreso y en la Iglesia Católica. Sin embargo, ha sido omitido de la historia general de Chile. ¿Por qué? El lector podrá responder.
Dicho esto, a mí me parece que la diferenciación es otra excusa de las élites masculinas para no hacer un buen mea culpa o, incluso, repensar sus propias ideologías. Lo que hacen es repetir lo que comúnmente han hecho en la historia: culpar a las mujeres, a la comunidad LGBTQ+, a los afrodescendientes o a los pueblos indígenas de sus propios fracasos.
María José Cumplido
Directora ejecutiva de Fundación Iguales