“La alianza de terroristas, narcos, Frente Amplio y Partido Comunista, y delincuentes que quemaron, asaltaron y le robaron a medio Chile a partir de octubre de 2019, más el covid a partir de marzo de 2020, pararon el país. (…) Con eso, el resultado económico de Boric emula el gobierno de Allende, que es el gobierno que tanto admira”.
La sentencia no proviene de un dirigente o “influencer” de la derecha extrema; tampoco de un parlamentario en búsqueda de una frase golpeadora en redes sociales. No: ella fue emitida por un reputado economista, académico y director de empresas, en el seminario de una entidad que se presenta a sí misma como “uno de los principales asesores y gestores de inversión independientes en América Latina”. ¿Se paró alguien a refutarlo? ¿Se observaron movimientos incómodos en la audiencia? No hay noticias de ello: más parece que brotaron sonrisas y murmullos aprobatorios.
El episodio revela bien el clima imperante. El establishment ha terminado por reelaborar enteramente la crisis de 2019, aquella que desató un fondo de violencia no registrado, que movilizó a millones de personas en torno a las causas más diversas, que puso en jaque la democracia abriendo paso a un proceso constitucional, y que se contuvo y encauzó gracias a la bendita pandemia. En la re-elaboración, ya nada de esto es digno de consideración: fue simplemente la obra de la alianza de terroristas, narcos, Frente Amplio, Partido Comunista y delincuentes. Quien diga otra cosa, o insista en indagar en sus causas, es “octubrista” o, peor, “tonto útil”.
La primera elaboración fue diferente. Compungida, la élite del país llamaba a “atender de una vez por todas los desafíos pendientes”, y competía entre sí para mostrar su disponibilidad a hacer sacrificios con tal fin. Esto ya murió. Lo que impera ahora es la lectura antes mencionada, la cual se radicaliza, a fin de borrar la culpa por la blandura mostrada en el momento del estallido.
El nuevo relato rompe con el estilo de transacción, acuerdos y compromisos que fuera característico de la transición. Ese estilo —se asume ahora— fue incapaz de evitar la pesadilla: el desborde, la Convención Constitucional y el triunfo de Boric. Es la misma elaboración que el establishment hizo en el pasado respecto a la UP, la pesadilla par excellence, y por esto mismo hoy se saca a colación.
Tal como Frei Montalva terminó en Allende, los 30 años lo hicieron en Boric. Lo que hay que hacer, entonces, es lo mismo que entonces: enfrentar, aplastar y eliminar de raíz todo rastro de ese mal sueño. Es lo que hizo Kast, quien venció a los pusilánimes y pasó a segunda vuelta. O Cubillos en la Convención, lo que permitió el triunfo del Rechazo y la catapultó a figura nacional. O la derecha con la conmemoración de los 50 años, evitando repetir las renuncias de Piñera para los 40. O de nuevo los republicanos al momento de elegir consejeros constitucionales, cuando volvieron a ganar: cierto que se estiró el elástico en demasía, y por eso perdió el A favor, pero a cambio se obtuvo un generoso premio de consuelo: la ratificación de la Constitución vigente.
¿Que esta opción tiene costos? Sí, los tiene, y para todos: normaliza a la derecha radical; premia a parlamentarios díscolos que, a cambio de prebendas, ofrecen sus servicios para dar vuelta el tablero; valida las relaciones de fuerza sobre los compromisos, como el de Valdés-Guzmán en 1990, que fueran básicos para la estabilidad y los negocios; debilita la fuerza del Estado frente a la delincuencia y la anomia; congela reformas que hasta hace poco parecían obvias para no dar una falsa sensación de unidad; intensifica la distancia de la ciudadanía con la política; y por cierto, deprecia los incentivos para una reanimación económica. Pero todo esto es un precio bajo, si con eso se consigue extirpar para siempre el “cáncer marxista” (sorry, “octubrista”).
Sebastián Piñera fue la barrera para quienes promueven un clima que, al menos para una parte de los chilenos, trae sombríos recuerdos. Como nunca, se le echa de menos.