El requisito principal para que una democracia funcione es la existencia de instituciones que permitan gobernabilidad y eficacia para resolver los problemas públicos. Es igualmente cierto que nuestro régimen de gobierno, con su normativa electoral y el multipartidismo y la polarización que ha traído consigo, es una causa principal de la peligrosa crisis de credibilidad del sistema democrático y de la amenaza populista que se cierne sobre nosotros.
Sin perjuicio de lo dicho, me atrevería a afirmar que ni siquiera con un diseño institucional perfecto, una democracia puede funcionar realmente sin un ethos y una cultura compatibles con ella, que permita encontrar un equilibrio entre los conflictos naturales, propios de toda sociedad, y los mecanismos necesarios para resolverlos y encontrar acuerdos mínimos para la convivencia. Si tuviera que identificar una característica insustituible para lograr ese objetivo sería, sin lugar a dudas, la promoción de la compasión y la empatía como base para nuestro relacionamiento social y político.
La palabra “compasión” proviene del latín “cumpassio”, traducción de la voz griega “sympátheia”, que significa sufrir con el otro. Para que ella emerja, es esencial comprender a ese otro, a partir de su reconocimiento como un igual, con el cual tenemos una humanidad compartida. Esto nos permite reconocer e identificarnos con sus alegrías, tristezas y sufrimientos, compenetrarnos con su dolor y tratar de aliviarlo.
La simpatía y la compasión son sentimientos que ayudan tanto a quienes los sienten como a los que los reciben, mientras el odio y el resentimiento son venenos que matan también al que los prodiga. El filósofo que encarna la idea de la “simpatía” es Adam Smith en La Teoría de los Sentimientos Morales, cuyo primer párrafo comienza: “Por más egoísta quiera suponerse al hombre, evidentemente hay algunos elementos en su naturaleza que lo hacen interesarse en la suerte de los otros, de tal modo que la felicidad de estos le es necesaria, aunque de ello nada obtenga”; y concluye: “De esta naturaleza es la lástima o compasión, emoción que experimentamos ante la miseria ajena, ya sea cuando la vemos o cuando se nos obliga a imaginarla de modo particularmente vívido”. Se trata de sentimientos, agrega, que no están limitados a los virtuosos, sino que hasta el peor rufián los puede sentir.
Estudios recientes apuntan a las bases evolutivas de estos sentimientos de benevolencia hacia nuestros congéneres, pues se habrían desarrollado como un rasgo adaptativo que promueve la cooperación y el altruismo recíproco, los cuales mejoran la supervivencia y el bienestar de los individuos y de las comunidades. Las organizaciones sociales que exhiben compasión y cooperación son probadamente las que mejor contribuyen al éxito y supervivencia de sus miembros. Fue el lenguaje, que nos diferencia de los animales, lo que permitió transparentar las emociones, lo cual ayuda a generar entendimientos mutuos que refuerzan los lazos sociales.
Pues bien, si nuestro sistema de gobierno es inadecuado, peor aún es la total falta de empatía y compasión con que nos relacionamos y nuestra incapacidad de entender cabalmente al “otro”, el cual ya no es un “otro legítimo”, sino uno más, en un conjunto de categorías abstractas que han perdido su humanidad.
La pregunta clave es si se puede construir una sociedad de colaboración cuando existe una masa crítica que, como parte de su esencia ideológica, preconiza la lucha de clases, géneros y etnias, que aspira a “agudizar las contradicciones”, considera que el lema fundacional debe ser “sin olvido ni perdón” y promueve la violencia como partera de la historia. Se puede. Pero solo si la mayoría de la población, que no comparte estas premisas, está dispuesta a inmolarse por el entendimiento y la cooperación.