Releyendo a Borges, me impacta el entusiasmo que le despierta la idea de que todos los seres humanos, pasados, presentes o futuros, somos esencialmente el mismo; o como reza el título de uno de sus libros de poesía, “el otro, el mismo”.
La idea se origina en filósofos griegos y religiones orientales, pero Borges la envuelve en una poesía muy particular, y la ilustra en escenas conmovedoras en que personajes opuestos de repente se reconocen como en un espejo. Un héroe se reconoce en un traidor, un letrado en un bárbaro, un asesino en su víctima. Borges llega incluso a insinuar que asesinar es suicidarse, porque es destruir atributos que yo también tengo. En “Los Hermanos Karamazov”, de Dostoevsky, el Padre Zocima recoge la misma idea para proponer que no hay pecado imperdonable, porque todos lo podríamos cometer. A Zocima lo antecede Jesucristo, cuando sugiere que el que esté sin pecado tire la primera piedra.
¿Habrá luces en todo esto para entender lo que ha ido ocurriendo en Chile? ¿Somos todos esencialmente los mismos, con la misma multiplicidad de atributos? Si lo somos, ¿por qué peleamos tanto? ¿No sería más lógica la empatía? ¿O es que queremos destruir los atributos propios que más aborrecemos cuando los vemos en otros? Como si atacar a otro fuera una forma de expurgarse.
¡Cómo vacilamos en cuanto a cuáles atributos lucir! Hace poco estábamos en pleno estallido. Las turbas saqueaban, incendiaban o afeaban, como si la belleza fuera una afrenta. Algunos tal vez lo hacían con propósitos que creían nobles: para que de los escombros brotara la bondad y la justicia. Pero muchos lo hacían porque “hay un misterioso placer en la destrucción” (la frase la emite el narrador del “Congreso” de Borges antes de dar inicio a una brutal quema de libros). Más notable aun fue aquella gente pacífica que elogiaba el estallido. ¿Porque también creía en la destrucción necesaria? ¿Porque albergaba a algún vándalo interno, aquel que quizás alberguemos todos? ¿Por el sometimiento al que nos lleva el terror?
¿Cómo se conjuga ese terror con el Chile civilizado que hemos estado observando? El de los funerales de Sebastián Piñera, por ejemplo. Las ceremonias le gustaban a la gente. ¿Por qué? ¿Por esa coreografía republicana predeterminada, heredada de generaciones anteriores, que nos une a ellas y que por tanto nos une entre nosotros? ¡En ese caso qué distinto al estallido en que todo lo antiguo era denostado! Y todo para honrar a un presidente que llegó a tener una tasa de aprobación de solo un dígito, aunque la encuesta CEP de noviembre lo mostrara como el segundo político chileno mejor evaluado. De presidente vilipendiado a ese grado de aprobación: ¿qué mejor prueba de la multiplicidad de personas que habitan en cada uno de nosotros? Porque es dable suponer que muchos que lamentaban la muerte de Sebastián Piñera aprobaron el estallido.
Lo mismo con los que en la Quinta Vergara ovacionaban a Andrea Bocelli, rendidos ante la belleza de su música. ¿Cuántos de ellos estaban, antes, afeando calles? O los que hace dos semanas aplaudían con pasión a la magnífica soprano chilena Yaritza Véliz en el Teatro Municipal cuando, inaugurando la nueva temporada, cantó las cuatro últimas canciones de Strauss, acompañada de la Filarmónica, que está tocando mejor que nunca. Allí en el palco presidencial estaba la alcaldesa, que con su partido promovió y apoyó el estallido, época en que el Municipal estaba rayado con consignas. Recuerdo una que decía “asesina a tu amo”. Genial que el corazón de la alcaldesa vibre ahora con la belleza y que el Municipal esté recuperado.
Pero estas gratas instancias no significan que el octubrismo esté superado. Si cada chileno es esencialmente todos los chilenos, de alguna manera conviven en nuestras almas pulsiones diversas. Lo grato ha sido ver que las casi olvidadas pulsiones positivas todavía existen. Mientras existan hay esperanza.