Desde hace un año los números apenas se han movido. Las encuestas indican que la ventaja de Trump es leve y persistente. Este, el Chávez norteamericano, solo reconoce el resultado electoral cuando gana. ¿Qué tal? Algo sabemos de eso en América Latina.
Las consecuencias de un triunfo de Trump serían sísmicas. Se trata de un personaje ególatra, jactancioso y desprovisto de todo respeto por las tradiciones de su país (que no se le ponga en la misma arena de un Barry Goldwater o un Ronald Reagan, que eran de otra madera). Por primera vez podría incubarse una verdadera crisis en el sistema político norteamericano. De cumplir sus amenazas —siempre intenta hacerlo— sería el fin de la entente entre las democracias desarrolladas, y con ello un cambio impredecible en el equilibrio mundial. No se crea que el famoso sur global va a salir bien parado; lo mismo nuestro modesto país. ¿Por qué se arribó a esta situación? Conjeturo que se trata una reacción emocional y radicalizada contra otro proceso relativamente análogo, la dictadura de lo políticamente correcto que, entre otras cosas, ha envenenado el alma de la dinámica vida universitaria de ese país y parió un modelo de nueva intolerancia vociferante. Algo de todo esto alcanzó a asomar en nuestro Estallido.
¿Han surgido voces sensatas de alerta, con capacidad de liderazgo, entre demócratas y republicanos? La respuesta es un sonoro no. Para colmo, tras un gobierno que en términos convencionales no ha sido nada de malo, la candidatura de Biden se ensombrece por un tema que debió haber emergido un año atrás, y no cuando ya parece ser tarde: la edad. La preocupación es más que legítima. Biden podría ser un excelente senador a los 82 años, que será su edad si es reelecto. Un presidente requiere de fortaleza física, la que a cierta edad comienza a mermar, aunque no se puede fijar con exactitud matemática. Un dictador, un monarca absoluto o constitucional pueden perdurar; no es lo mismo en una democracia con jefe de Estado activo. Me recuerda la campaña de 1970 en nuestro Chile y la presentación televisiva de Jorge Alessandri, a pesar de poseer atributos políticos; no se preparó y resultó en una catástrofe. Dado lo estrecho de su derrota ante Allende, se puede decir que don Jorge perdió la elección esa noche de un domingo de invierno.
Nos podremos quejar interminablemente de cuán injusto es que en la sociedad de masas todo dependa de una imagen. Cada época ha tenido sus bemoles. En una primera etapa de los sistemas monárquicos —mayoritarios en gran parte de la historia— la legitimidad provenía de su habilidad y ferocidad en el manejo de la espada en batallas campales y sangrientas. En el XIX, con la política de masas, vino una oratoria donde disponer de un vozarrón (antes del micrófono eléctrico) era un prerrequisito. En los últimos 70 años se impuso lo que llamaríamos lo telegénico. El primero en saberlo fue Richard Nixon ante John Kennedy. Fue signo de cambio drástico el que un exactor como Reagan haya tenido éxito en buena medida por su capacidad de comunicador. Y esa imagen telegénica parece erosionar día a día las posibilidades de Joe Biden, confirmado por las encuestas aunque su informe al Congreso podría haber mejorado en unos puntos su expectativa. Trump ya sorprendió el 2016 y el 2020 con una capacidad de convocatoria que no se le sospechaba, además de tener un don de sintonizar con la masa. Ya es tarde para cambiar de candidato; ello, a pesar de que desde hace un año los líderes demócratas cuchichean al respecto, pero no se atreven a manifestarlo. Ahora todos estamos caminando con mucha probabilidad hacia donde nos precipitaremos a un abismo.