“Otra economía es posible”: recojo y celebro esa afirmación del sociólogo Manuel Castells. Tiene ya algunos años el libro de ese título, y pasarán no pocos antes de que una aseveración como esa se concrete realmente. No lo veremos, al menos en los de mi generación, y eso explica que tantos de mis coetáneos, reconociéndose más bien próximos al fin, se olviden del asunto y se las arreglen según vaya soplando el viento.
Son muchos quienes participaron en gobiernos de izquierda —de la ex-Concertación y Nueva Mayoría— y que transitaron luego hacia la centroizquierda, enseguida al centro puro (digámoslo así) y ahora último a una centroderecha que se está pareciendo mucho a lo que podría considerarse como “Evópoli 2”, aunque no se reconozca como tal. En ese tránsito hubo cambio de ideas, pero también de intereses, acompañado de alguna dosis de decepción, despecho y enconos.
Si otra economía resultara posible (¿y por qué no, si el fin de la historia resultó una ilusión?), lo primero sería prescindir del carácter imperial de la economía, que se ha vuelto hegemónica en términos de la disciplina y práctica de este saber. Está muy bien la racionalidad y el análisis económico, pero a condición de que se evite que dicho análisis y racionalidad se trasformen en predominantes o, peor, sin excepciones ni contrapesos.
Por ejemplo, existe un análisis económico del Derecho, de la educación, de la salud, del arte, de las religiones —lo cual no está mal como una perspectiva a ser adoptada en esos y otros campos—, pero no está nada de bien, y esto desde hace varias décadas, que ese tipo de análisis se vuelvan exclusivos o dominantes. Por ponerlo de alguna manera, está bien que siempre haya un economista sentado a la mesa, y ojalá más de uno que disientan entre sí, pero sin dejarlo nunca sentado a la cabecera ni dirigiendo la reunión.
Nada más simple y cómodo que hegemonizar un punto de vista —por ejemplo, el económico—, aunque es un hecho que de ese modo la existencia humana y el mundo se vuelven sesgados, pobres, esquemáticos. Nadie quiere complicarse la vida, aunque hay el riesgo de incurrir en la menesterosidad de los análisis que renuncian a la variedad y complejidad de los asuntos humanos. Y no se trata únicamente de matizar un poco por aquí y otro por allá, sino de ponderar disímiles racionalidades, a veces hasta contrapuestas, de manera que ni la comodidad ni los intereses en juego nos hagan la mala pasada de las visiones unilaterales, hegemónicas o excluyentes.
No puedo saber qué otra economía será posible en el futuro. Simplemente, carezco de la competencia para ello y desconozco la manera de urdir el siempre complicado tapiz de una economía que, además de no hegemónica, sea más colaborativa, más solidaria con las personas y con la naturaleza de que formamos parte, más justa e inclusiva, y —en una sola palabra— definitivamente más humana desde el punto de vista de unas más parejas condiciones materiales y espirituales de existencia en cuanto a la vida individual y colectiva que todos llevamos adelante.
Sé que la música uniforme de la actual economía dominante seguirá insistiendo en que “vuelve el pobre a su pobreza y vuelve el rico a su riqueza”. Pero no habría que mostrarse dispuestos ni a la resignación, ni a la complacencia, y menos aún a la fatalidad. Los procesos civilizatorios son lentos y se resisten con dientes y muelas a los persistentes y crudos intereses de los menos sobre los más. Pero ya es tiempo de aflojar la mordida y alcanzar sociedades más igualitarias. No solo sociedades con menos pobreza, sino con mayor igualdad, o, si la palabra “igualdad” intimidare a algunos, con menos desigualdades.