¿A qué llamamos “feminismo”? No a una sola cosa, sino a varias, de manera que habría que tener cuidado con las habituales y rotundas afirmaciones simplificadoras que limitan las opiniones a declararse simplemente a favor o en contra del feminismo.
Ante todo, y eso durante milenios, el feminismo es un hecho, un fenómeno cultural que consiste en la lucha de las mujeres por la igualdad (o contra las desigualdades) en el plano social, político, legal, de trato, laboral, de ingresos por el trabajo, doméstico. Un hecho ya larga y suficientemente documentado.
El feminismo es también una teoría, es decir, una descripción de aquel hecho o fenómeno con el propósito de analizarlo, entenderlo, explicarlo y darlo a conocer como una larguísima secuencia de sucesos e interpretaciones, bien ordenadas y entendibles, que permiten comprender qué es lo que tiene lugar a propósito del fenómeno feminista.
Hechas esas dos precedentes distinciones, no podría negarse que el feminismo es un hecho —por lo demás antiquísimo—, y que, a la vez, existen varias explicaciones teóricas de ese hecho, con una nutrida y prolongada historia a sus espaldas.
Pero hay más.
Existe el feminismo como doctrina, que es aquella que no solo reconoce y explica el fenómeno feminista, sino que lo alienta en sus más distintos planos y con diversas extensiones, intensidades y objetivos prácticos. Por lo tanto, lo que tenemos son doctrinas feministas, en plural, que defienden y promueven la causa feminista con argumentos a veces similares y en otras discrepantes. Feminismo liberal, por ejemplo, pero también marxista, socialista, anarquista, católico, y así. Se puede decir que lo que hay son distintas “ideologías” feministas, sin dar a esa palabra una connotación peyorativa y pudiendo contar en cada uno de esos grupos con mayores o menores cantidades de adherentes.
Y hay también el feminismo como movimiento social activo y persistente en la manifestación pública de postulados feministas que agitan a las audiencias para conseguir mayor impacto y eficacia en la difusión de sus postulados.
Por cierto que esas cuatro distinciones al interior de lo que se llama “feminismo” tienen únicamente el propósito de distinguir, que no de separar. Distinguir, no separar, puesto que hay trenzados y superposiciones en el feminismo como hecho, teoría, doctrina y movimiento social, si bien esta diferenciación permite mejorar la comprensión de un término que se ha vuelto más complejo.
Por ejemplo, no pocos hombres y mujeres se expresan en contra del feminismo como hecho, teoría y doctrina solo porque les molestan o resultan reprobables algunas manifestaciones públicas específicas de los movimientos feministas. Uno o una de las presentes podría reprobar una marcha feminista con desnudos y, no obstante, interesarse por el fenómeno y la teoría y doctrina feministas.
Los movimientos sociales, de cualquier tipo que sean, son expresivos y también estratégicos, pero las ideas son más firmes e importantes que el modo en que estas se calculan o transmiten. Abuchear al feminismo solo porque una manifestación de ese movimiento puede ser considerada inconveniente es una muy mala manera de sacarse de encima un fenómeno persistente y que destaca en los dos últimos siglos.
El así establecido “Día Internacional de la Mujer” no es un saludo a la bandera para soslayar protocolarmente el asunto de la dominación y violencia contra la mujer, olvidándose de ello por todo un nuevo año. De lo que se trata es de la memoria y actualización de una lucha contra la dominación. Si bien gradualmente en descenso en nuestro país, hay todavía muchas evidencias de sujeción y oprobio femenino como para encogerse de hombros o considerar que el fenómeno es solo cosa de mujeres estridentes y en pie de guerra.
Agustín Squella